Falsos salvadores

    Los políticos no salvan verdaderamente a nadie sino que, generalmente, agravan la condición de los colectivos y se benefician de aquellos a los que aseguran defender.

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    Mariano Rajoy (PP), Albert Rivera (C's), Pedro Sánchez (PSOE) y Pablo Iglesias (Podemos).
    Mariano Rajoy (PP), Albert Rivera (C's), Pedro Sánchez (PSOE) y Pablo Iglesias (Podemos).

    Una de las formas más claras y sintéticas con la que puede describirse cierta forma de entender la política nos la proporciona Thomas Sowell, cuando afirma que «los políticos se benefician al representar a diferentes grupos como enemigos unos de otros y a ellos como los salvadores del grupo que dicen representar».

    Pobres contra ricos, trabajadores contra empresarios, mujeres contra hombres, negros contra blancos, homosexuales contra heterosexuales, etc. Los ejemplos son fáciles de enumerar y teóricamente ampliables hasta el delirio.

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    En un programa de la cadena Telecinco se ha llegado a defender el incesto entre dos hermanos, hijos del mismo padre, en horario infantil. El siguiente paso será que algunos propongan «abrir un debate» para que las relaciones incestuosas dejen de ser «estigmatizadas»; para que se «normalicen» y «visibilicen».

    Hay dos subespecies de salvadores profesionales: unos se dedican a la política; los otros, al periodismo. Pienso en Évole o en Cintora, que andan por el mundo empeñados en descubrir agravios. Pero a diferencia del noble don Quijote, estos no tratan de hacer justicia, ni mucho menos arriesgan su integridad física, ni siquiera sus haciendas.

    Son el complemento perfecto de esa telebasura que disculpa y hasta aplaude toda degeneración moral

    Su labor se limita a alimentar el resentimiento, la frustración y la indignación, que los políticos aprovecharán luego para vender sus falsas esperanzas. Son el complemento perfecto de esa telebasura que disculpa y hasta aplaude toda degeneración moral, envolviéndola en sentimentalismo y ternurismo. Emociones listas para transformarse diligentemente en odio contra los críticos y discrepantes.

    Cioran consideraba que la «obsesión de la salvación» era un vicio universal. «Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos… La sociedad es un infierno de salvadores», sentenció. En cada uno de nosotros late un reformador, o algo más peligroso: un revolucionario, que cree hallarse en posesión del secreto para implantar el paraíso terrenal.

    Sin duda es grande la tentación de algunos de arrojar por la borda la soteriología cristiana, identificándola con el prototipo o fuente de todas las manías salvadoras. Pero son ante todo quienes empiezan por olvidar la naturaleza divina del Salvador, reduciendo a Jesús a una figura revolucionaria, los que acostumbran a idolatrar a espurios salvadores terrenales, e incluso a tiranos como Castro o Chávez.

    Tanto el salvador profesional como el aficionado parten de una negación en última instancia teológica, lo sepan o no. Sólo quien llega a creer que él no está necesitado de salvación espiritual (“¿salvarme yo de qué?”) puede llegar –paradójicamente– a desarrollar hasta niveles patológicos la obsesión por salvar a los demás y lo que ésta lleva aparejada, que es la criminalización de un grupo supuestamente opresor, ya juzgado y sentenciado de antemano.

    Ahora bien, que esa negación fundamental es un error (mejor dicho, el padre de todos los errores) se manifiesta de modo evidentísimo por sus resultados.

    Los políticos no sólo no salvan nunca verdaderamente a nadie sino que, por el contrario, generalmente agravan la condición de los colectivos que aseguran defender

    Los políticos no sólo no salvan nunca verdaderamente a nadie (aunque gustan de ponerse medallas que no les corresponden, también llamadas «conquistas sociales») sino que, por el contrario, generalmente agravan la condición de los colectivos que aseguran defender.

    Las medidas de redistribución coactiva de la riqueza aumentan la dependencia de los pobres de las migajas estatales y disminuyen sus posibilidades de salir adelante de manera autónoma. Junto a ellas, la enseñanza estatalizada, orientada a un falaz igualitarismo que desprecia el mérito y dispensa titulaciones al por mayor, dificulta la movilidad social que supuestamente pretende combatir.

    Las leyes que tratan a las mujeres como si se encontraran en una postración de la cual es necesario redimirlas consiguen exactamente lo contrario de lo que declaran en sus preámbulos. Repitiéndoles constantemente que parten de una desventaja inicial, es comprensible que muchas acaben creyéndoselo, que acaben viviendo su condición sexual como un obstáculo, y no como algo natural y maravilloso.

    Y lo que es peor, que acaben fiándolo todo a la persecución de supuestos culpables, en lugar de centrarse en aquello que depende de cada una de ellas mismas: su talento y su esfuerzo individuales.

    En lugar de tratar de ayudar a estas personas a reconciliarse con su constitución genética, se las anima y empuja a ahondar en su confusión

    ¿Y qué decir de la última moda, de la transexualidad? Con el fin de reforzar su imagen de salvadores insustituibles, los activistas del lobby LGTB, junto a los políticos que los secundan, no retroceden ni siquiera ante la manipulación de los ninos que padecen trastornos de identidad sexual, con consecuencias que pueden marcarlos por el resto de sus vidas.

    En lugar de tratar de ayudar a estas personas a reconciliarse con su constitución genética, se las anima y empuja a ahondar en su confusión, incluso desde edades tempranas en las que son totalmente influenciables por los adultos.

    La fabricación de víctimas a las que poder salvar empieza por la transmutación de todo deseo en «derecho», aunque ello conduzca a un inevitable choque con la naturaleza de las cosas. Basta con negar esta naturaleza para transformar lo que es un frustrante conflicto con la realidad en una lucha por una «libertad» y una «igualdad» sofísticas, lo que permite culpabilizar por enésima vez a la sociedad, a la tradición y, cómo no, al catolicismo.

    Al final, el error fundacional siempre reaparece como cristianofobia más o menos larvada… O como una falaz sociologización del Evangelio, a la que se prestan no pocos desde dentro de la Iglesia, no sabemos si por ingenuidad, despiste o algo peor. Como señaló sagazmente Vittorio Messori: «No hay nada menos cristiano que el revolucionario político, el que quiere cambiar todo y a todos, menos a sí mismo».

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    Barcelona, 1967. Escritor vocacional y agente comercial de profesión. Autor de Contra la izquierda (Unión Editorial, 2012) y de numerosos artículos en medios digitales. Participó durante varios años en las tertulias políticas de las tardes de COPE Tarragona. Es creador de los blogs Archipiélago Duda y Cero en progresismo, ambos agregados a Red Liberal.