Cruda realidad / Llamadme Enrique, pero qué me puede impedir ser mujer

    El lobby LGTB lo tiene crudo con la ciencia: cualquier biólogo puede confirmar en cada una de tus células si eres varón o mujer. O sea que recurren a otras armas en una cruzada que no conduce a ninguna parte.

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    Cuadro de la serie 'Los amantes' de Magritte
    Cuadro de la serie 'Los amantes' de Magritte

    ¿Dónde está vuestra humanidad, señores del autobús? ¿Dónde vuestra compasión, vuestra empatía?

    ¿Por qué no miráis a los ojos a Tina, que lleva desde que recuerda sintiéndose niña y sufriendo todo tipo de abusos, y le decís que nunca será mujer, por mucho que haga?

    Algunas personas creen que La Sexta da información.

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    ¿Por qué no le contáis a Vanessa, en tratamiento hormonal desde los 18 y con tres operaciones a sus espaldas, que jamás será la chica que siempre se ha sentido y que le devuelve la mirada en el espejo, «porque no ha nacido con vulva»? ¡Y os decís cristianos!

    Esta -quitando, claro está, los insultos más atroces y las amenazas más abracadabrantes- es la línea.

    Con la racionalidad lo tienen crudo y con la ciencia, imposible: no vivimos en una época en que se consideren los genitales la prueba definitiva para juzgar a alguien de uno u otro sexo, y cualquier biólogo puede confirmar en cada una de tus células si eres varón o mujer.

    No por nada se ha inventado esa cosa del ‘género’, categoría lábil y difusa donde las haya, porque con el sexo-sexo, la realidad biológica, no tienen mucho que hacer.

    Y por eso el ataque -efectivo, reconozcámoslo- va por el corazón: hace falta ser malvada para negarle a alguien la ilusión de su vida. Si parece una mujer, si se siente mujer, ¿quién eres tú para negarle que figure socialmente como mujer?

    No le diré nunca a Vanesa a la cara que nunca será mujer, como tampoco le digo a un impedido que nunca jugará en el Real Madrid: porque sería innecesariamente cruel

    Lo sé bien porque, en esa semana vertiginosa, me han planteado en la vida real y en la virtual esta pregunta con la que inicio el texto, esta demanda: dile a X que no es una mujer, que nunca lo será.

    Mi respuesta es que no, que no le diría a Tina o a Vanesa a la cara que nunca serán mujeres, como tampoco le digo a un desahuciado que no estará en casa para celebrar la Navidad o a un impedido que nunca jugará en el Real Madrid: porque sería innecesariamente cruel.

    Por supuesto, me sería enormemente sencillo darle la vuelta; no me costaría nada pedirles a mis contradictores que esperen y miren a los ojos de tantos ninos como ‘se sentirán ninas’ en una fase de su infancia y verán su vida destrozada por la hormonación y las operaciones cuando ‘pase la fase’ y quieran recuperar su sexo natural, algo que sucede en un 70%-80% de los casos tras llegar a la edad adulta.

    Pero no quiero entrar en el juego de las lágrimas. Todo se vuelve horriblemente confuso, abierto a las mayores atrocidades, cuando lo que debe juzgarse con la cabeza se deja al impulso inmediato del corazón. Lo sentimental acaba en el Gulag y en Auschwitz.

    Por lo demás, usted y yo sabemos que esto no tiene nada que ver con una súbita compasión por el colectivo, estadísticamente diminuto, de los transexuales. Actuall publica una entrevista con la primer hombre biológico reconocido oficialmente como mujer en España por el Tribunal Supremo, Charlotte Goiar, y si los casos de los que hablamos fueran como el suyo estaríamos en un debate radicalmente diferente.

    Pero no es el caso, porque los problemas de disforia y de cuestionable asignación sexual se han cruzado con uno de los más peligrosos venenos destilados por la progresía: la Ideología de Género. Y el final va a ser un choque de trenes épico, que no entiendo cómo nadie parece verlo.

    En estas páginas hemos advertido a menudo que la progresía es la convivencia táctica de tribus monotemáticas a las que solo une su hostilidad a lo establecido, a nuestra civilización de raíz cristiana. Pero son incompatibles, y a medida que hagan retroceder al enemigo chocarán unas con otras y acabarán devorándose.

    De entrada, me extraña que los colectivos feministas no se den cuenta de cómo la ideología de género, tal como la aplican Cifuentes y otros, amenaza todas sus conquistas y sus pretensiones futuras.

    Empecemos a tirar del hilo: ¿qué es ser mujer? La primera respuesta de la ideología de género, negativa y central en toda esta polémica, es que no tiene nada que ver con la biología. Está, dicen, en el cerebro, en la cabeza, en la autoidentificación.

    Vale, no es una realidad biológica. Pero, entonces, ¿qué es? ¿Una función, un papel, unas tendencias, gustos, inclinaciones? ¡No! Eso es absolutamente anatema. Las mujeres podemos ser tan agresivas como los hombres y señalar que somos más proclives a unas actividades que a otras con respecto a los varones es el colmo del machismo más troglodita.

    ¿Entonces? Las mujeres no vienen definidas por sus órganos genitales, ni por sus rasgos sexuales secundarios -piel más fina, menor vellosidad, menos masa muscular-, ni por inclinaciones o aptitudes, ni -¡Vade retro!- por vestir de un modo concreto o maquillarse.

    Una vez más: ¿entonces? ¿De verdad no ve ninguna feminista avispada el final del camino, la conclusión inevitable?

    Veamos. Hay cuotas. Hay ayudas específicas para amas de casa que empiezan a trabajar a determinada edad, para emprendedoras, para empresas que contratan mujeres o que las colocan en determinados puestos.

    En caso de denuncia cruzada de maltrato, la policía se lleva detenido al marido, aunque vaya sangrando. En algunos países, como Noruega, la ley exige a las empresas que sus consejos de administración tengan una proporción mínima de consejeras (un 40%, creo recordar, en el caso noruego).

    Es decir, hablamos de algo con consecuencias políticas, económicas y jurídicas concretas, muchas de las cuales resultan claramente beneficiosas.

    Imaginemos a un señor, Enrique. En un momento crítico puede haber envidiado enormemente alguna de esas ventajas, de esos logros obtenidos por la lucha feminista. Una operación, o un tratamiento hormonal o siquiera vestir como reza el estereotipo femenino le echa para atrás.

    Pero, ¿y si no tienes que cambiar nada, absolutamente nada, ni siquiera el nombre, para acceder a todo eso?

    Si cualquier hombre, sin alterar un ápice su cuerpo o sus rutinas, puede declararse mujer, ¿qué sentido tiene ‘la lucha por los derechos de la mujer’?

    Puede seguir su vida exactamente igual que antes, sin cambiar un solo detalle. Seguirá siendo Enrique, yéndose de cañas con los amigos de siempre, ligando, vistiendo como siempre y llevando barba de tres días. Porque el género no es biológico y porque no hay un solo rasgo que puede aplicarse a la categoría ‘mujer’.

    ¿Y qué si tengo bigote? ¿Qué es usted, un facha, un carca, un desfasado de los que obligaría a las mujeres a depilarse? ¿Quién dice que no me puedo llamar Enrique, no digamos salir con ‘otras’ mujeres?

    Y todo por un mero apunte en el registro.

    Si cualquier hombre, sin alterar un ápice su cuerpo o sus rutinas, puede declararse mujer, ¿qué sentido tiene ‘la lucha por los derechos de la mujer’? ¿Dónde y, sobre todo, con qué criterio se pone un límite? ¿Cómo puede discutirse lo que desde el principio se proclama exclusivamente subjetivo y personal?

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