Cruda realidad / El verano del cambio, o por qué la progresía tiene los días contados

    Reina en la izquierda una caza de brujas enloquecida cuya única línea ideológica parece ser un extraño masoquismo y la atracción irresistible hacia todo lo malo, feo y falso. A veces, oyendo a los líderes de la progresía, tengo que pararme y releer a sus predecesores para convencerme de que son la misma cosa.

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    Ada Colau (alcaldesa de Barcelona) y Manuela Carmena (alcaldesa de Madrid)/Fuente EFE.

    Mi impresión personal es que estamos a dos dedos de alcanzar el ‘clic’, el momento en que se activará el instinto de supervivencia y la gente abrirá los ojos. Reina en la izquierda una caza de brujas enloquecida cuya única línea ideológica parece ser un extraño masoquismo y la atracción irresistible hacia todo lo malo, feo y falso.

    Perdona y absuelve a la élite financiera de todos sus vicios y aplaude y defiende sus particulares gustos y manías. A veces, oyendo a los líderes de la progresía, tengo que pararme y releer a sus predecesores para convencerme de que son la misma cosa. Tu única redención, querido ciudadano occidental, está en defender tu propio exterminio y vitorear todo lo que acelere su extinción. Siervo oculto de quienes siempre ha señalado como enemigos, el progresismo de izquierdas está siempre dispuesta a decir hoy lo contrario que dijo ayer, y con la misma vehemencia agresiva, por eso quiere borrar la historia.

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    Pensaba en todo esto leyendo el incisivo y revelador artículo de Pedro Fernández Barbadillo sobre el babeo de nuestros radicales con los manteros, nuevas mascotas de los munícipes más a la izquierda, como Manuela Carmena o Ada Colau. Es hasta gracioso verles defendiendo a ultranza un modelo de negocio, el de la mantería, tan ultraliberal que ni el profesor Juan Ramón Rallo se atrevería a postular: ni impuestos, ni regulaciones, ni control alguno. Son comerciantes que no tienen que explicar de dónde sacan sus productos, no deben presentar sus cuentas, no están obligados a responder de la flagrante violación del derecho de propiedad que suponen sus falsificaciones. Están, literalmente, por encima de la ley.

    Pero este aquelarre de aplaudir solo lo que perjudica a la masa mayoritaria de españoles que trabaja, produce y paga toda la fiesta sin rechistar y bajando la cabeza no puede durar, ni parece que vaya hacerlo indefinidamente. Al final, el instinto de supervivencia es demasiado fuerte, demasiado básico.

    De hecho, ya empiezan a despuntar indicios de que Occidente empieza a cansarse de tanta autoflagelación y los vientos, para quien sepa verlo, están cambiando de dirección.
    No tiene por qué ser agradable, no en todo, no siempre. Las resacas no suelen serlo. El principal peligro está en esa tendencia social, tan humana, de reaccionar a un mal pasando rápidamente al mal contrario.

    A una no le tiene que gustar personalmente Donald Trump para advertir que su elección inesperada y casi inexplicable es fruto de ese cansancio ante el disparate continuado y cainita del pensamiento dominante.

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