Dominad la Tierra

    A medida que el hombre se aleja más de la ley divina, se impone más leyes humanas severísimas. Muchos dicen ufanarse de haber dejado atrás el oscurantismo y la sinrazón de las normas morales del cristianismo y, sin embargo, se han cargado unos fardos bastante más pesados

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    La Creación, por Miguel Ángel. Capilla Sixtina, Vaticano.
    La Creación, por Miguel Ángel. Capilla Sixtina, Vaticano.

    Resulta llamativo que el primer mandato que da Dios al hombre al poco de crearlo sea el de “creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla; someted a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los reptiles que se arrastran por el suelo” (Gen 1, 28). “Dominad la Tierra”… ¿No suena un tanto agresivo para los oídos delicados y los espíritus políticamente correctos que tanto abundan en nuestro tiempo?

    Vendrán los que les gusta descafeinar el mensaje bíblico diciendo que es una forma de hablar, que no hay que tomárselo tan en serio. Pero ese primer mandato divino está ahí y es claro: “Dominad la Tierra”.

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    En una época en la que se ha impuesto el buenismo, el igualitarismo mal entendido, la falsa humildad, el pensamiento único y la corrección política, eso de “dominar” no se lleva nada bien. Son muchos los que se plantean que quién es el hombre para controlar el planeta, que por qué la vida de un ser humano es más valiosa que la de un perro o una ballena, que ya está bien esto de creerse el ombligo del mundo y con esto incurren, sin darse cuenta, en una nueva rebelión contra el Creador, quien precisamente dio la orden de dominar todo lo creado.

    Cada vez son más los que se muestran convencidos de que la vida de un oso o de un toro no vale menos que la de un ser humano, y de que en el hipotético caso de que tuviesen que elegir entre la vida de su mascota o la de un hombre desconocido, escogerían sin dudarlo la de su gatito. Es más; se sienten enormemente molestos cuando alguien apela a su razón por encima de sus sentimientos para tratar de demostrarle que la vida de un ser humano siempre será más valiosa que la de un animal.

    Y por ese camino, claro, se llega a las aberraciones. Hace unos años salían aquellas noticias tan pintorescas (y a la vez tan desoladoras) de venerables ancianitas en los Estados Unidos que decidían dejar varios millones de dólares de su herencia para que a su perrito no le faltara de nada. Resultaba imposible convencer a la abuela en cuestión de que había personas –sí, personas- que necesitaban su dinero mucho más que su chucho. La señora decidía con sus sentimientos, no con su razón y menos aún con su conciencia social. Y cometía la estupidez, el grandísimo capricho, la inmensa ceguera, la insolidaridad suma, de asegurar el futuro del can, mientras que cientos de seres humanos que se podrían haber beneficiado de su generosidad, morían a diario de hambre en el mundo.

    Ahora algunos han dado otra vuelta de tuerca, y por ejemplo el Partido Animalista ha convertido en pecado montar a caballo. Resulta ser, argumentan, una humillación para el equino. ¿Por qué diantres debería un hombre montarse encima de uno de ellos? ¿Es que acaso es más que él? Sumémosle a este caso los otros más corrientes de ir en contra de la tauromaquia, del uso de la piel de los animales para el vestido humano y, por supuesto, comer carne.

    A medida que el hombre se aleja más de la ley divina, se impone más leyes humanas severísimas. Muchos dicen ufanarse de haber dejado atrás el oscurantismo y la sinrazón de las normas morales del cristianismo y, sin embargo, se han cargado unos fardos bastante más pesados. No ingieren carne, ni lácteos, ni huevos, ni pescado (¡convirtiéndose en más estrictos aún que los eremitas de antaño!); no visten con pieles; los productos de higiene no pueden haber sido testados en animales;  no se puede montar a caballo; la cacería, por descontado, está proscrita, así como mantener animales en cautividad o incluso comprar un cachorro de perro o gato sin el visto bueno de un “agente social” que estudiará el caso en cuestión como si de la adopción de un niño se tratara. A la vez, los pasillos de los supermercados destinados al cuidado de las mascotas han alcanzado e incluso superado en longitud a los dedicados a bebés, y proliferan las peluquerías caninas, los veterinarios, los hoteles para perros y hasta los cementerios para mascotas.

    Fíjense en el revuelo que se ha montado en Barcelona a costa de Sota, la perra “asesinada” según los animalistas por un guardia urbano en defensa propia. Fíjense la rapidez con que se coronó como tendencia en Twitter el caso –absolutamente desagradable y nefasto- de un cazador en Huesca que maltrató hasta la muerte a un zorro. ¿Se ha prestado tanta atención y ha habido tanta cobertura mediática de asesinatos –esta vez sí- que se han llevado por delante las vidas de varias personas cometidos en nuestro país en las mismas fechas?

    Y alguno se preguntará: “Pero, ¿es que acaso es malo que haya una mayor conciencia animal en la sociedad?”. En principio, no. Respetar a los animales y darles un trato correcto, incluso de cariño y cercanía, es positivo. Lo es porque, dentro de ese mandato de “dominad la Tierra”, va implícita la labor de cuidar la creación y velar por ella. “Dominar la Tierra”, sus aves, sus reptiles y sus peces, jamás será destruirla, menospreciarla, abusar de ella. “Vio Dios que todo lo creado era bueno”, prosigue el Génesis, y por eso el hombre jamás tendrá el derecho para hacer un mal uso de la creación. Pero se corre el riesgo de subvertir esa misma consigna bíblica y pasar de “dominar” a “estar dominado”, de caer en una servidumbre hacia la creación. Y eso es alterar el orden natural de las cosas.

    ¿Toma ya alguien en serio ese primer mandato divino? Pareciera que esa voz de Dios resonara ya solo como un remoto eco en la conciencia de algunos hombres. A medida que una sociedad ensalza desordenadamente a los animales, hace descender a la vez a la figura del hombre. Una sociedad que cuida más a sus mascotas que a sus niños, que se moviliza por la defensa de la vida de un perro pero que pasa de largo ante el indigente, que pone todo el empeño en que las especies en peligro de extinción puedan criar pero que, a la vez, fomenta el aborto de sus hijos, es una sociedad que ha olvidado el mandato bíblico.

    Volvamos, por tanto, al hombre. Recuperemos la razón por encima de los sentimientos, la ética por encima de los afectos. Y no temamos escuchar esa voz que nos llama a dominar la Tierra. Es el orden natural de las cosas.

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