Me voy a limitar a ofrecer una explicación escueta, escasamente más larga que una mera definición, pero clara y suficiente, sobre en qué consiste la ideología progresista. Y a medida que vaya desgranando cada detalle general de su significado, iré desmotando, con la lógica y el sentido común, la racionalidad de esta construcción ideológica, la cual, a ojos de muchos, parece tan evidente, inamovible e incontestable.
Es una ideología que terminó de nacer en el siglo XIX, pero cuya gestación se lleva desarrollando desde las postrimerías de la Edad Media y albores del Renacimiento. Acabó de cristalizar en el marco del mundo Contemporáneo, pero su existencia se remonta al Alto Medievo o a los comienzos de la época Moderna.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraCon ánimo de sintetizar y no extenderme en demasía, cabe destacar que la ideología progresista se compone fundamentalmente de tres rasgos capitales que la integran.
Darwinismo
El primero de los rasgos de la ideología progresista es entender que la que la humanidad evoluciona en una línea recta ascendente, que asciende sistemáticamente. Tiene un concepto de la evolución de cada cosa del mundo extremadamente darwinista.
Este razonamiento se cae por su propio peso al comprobar que la historia es cíclica, que hay momentos de bonanza y de prosperidad, coyunturas de avance y de retroceso, por lo que dicha línea recta ascendente sufre continuas desviaciones, curvas, movimientos hacia delante y detrás.
Homogeneizar la hoja de ruta de manera tan sumamente global y genérica es ‘per se’ una equivocación
También, es preciso puntualizar que no todos los factores de la realidad evolucionan o retroceden de la mano. Mientras se mejora en un aspecto, se puede estar empeorando en muchos otros (y viceversa). Las cosas no cambian para bien o mal en un todo, al unísono, en un mismo paquete, ni tampoco al mismo ritmo.
De lo razonado en el párrafo anterior, se desprende que es un error garrafal hablar de evolución del mundo o de la humanidad, porque no todo el planeta ni todas las cosas se mueven en una misma dirección al mismo tiempo. Cada persona, aldea, municipio, provincia, región, nación y continente tienen su ritmo, funcionamiento propio y objetivos particulares. Homogeneizar la hoja de ruta de manera tan sumamente global y genérica es per se una equivocación.
Al hilo de esto, no se puede hablar de progreso de la humanidad en línea recta ascendente cuando el modus vivendi, la mentalidad y los objetivos de una aldea de Asia son muy distintos a los de un pueblo del sur de Francia y cuando los de dicho paraje galo son bastante dispares al de una gran ciudad francesa o europea.
Renunciar al pasado
El segundo de los rasgos de la ideología progresista es la idea de que tengamos que renunciar del pasado a todos los niveles, en cada uno de los aspectos, romper totalmente con el mismo, derribar la tradición desde la te hasta la ene, que todo, absolutamente todo lo de antaño haya que cambiarlo, para progresar.
El progresismo bebe de la idea franc-revolucionaria de que hay que dar a todo un vuelco radical, algo así como pretender cambiar de mundo en vez de cambiar el mundo.
Nietszche expresó algo muy similar con meridiana claridad, a través de su teoría de la filosofía del martillo, consistente en que había que disolver todo rastro de la tradición Occidental –haciendo especial hincapié en la demolición del cristianismo- para caminar hacia el futuro.
Esta ruptura radical con lo anterior e inclinación por darle una vuelta de 180 grados a todo nos ha conducido a pretender enterrar el cristianismo por ser la religión tradicional de Occidente, a sustituir los roles masculinos por los femeninos (y viceversa), a desmantelar toda autoridad o jerarquía, a entender el amor matrimonial como una farsa construida por las epopeyas y novelas de caballería, a inclinarnos más hacia la indulgencia con el criminal que en pos de su castigo, a hacer prevalecer las libertades y derechos de los delincuentes sobre la seguridad de las víctimas, etcétera. Lo importante para el progresismo es cambiar todo lo que nos ha precedido, dar la vuelta al pasado occidental en su totalidad.
Para empezar, es una equivocación criminal considerar que el pasado es nefasto en su totalidad, por el simple hecho de que si el sol fuese carca, el aire, reaccionario y el agua, retrógrada y casposa, nos iríamos a la tumba sin pasar por el ambulatorio. Hasta careceríamos del triste derecho de desfilar por un patíbulo.
Si todo lo carca fuese desdeñable, el ecologismo y el animalismo carecerían de sentido, porque cuidar algo tan ancestral como la fauna y la flora supondría una actitud apolillada y reaccionaria.
Pretender renunciar al pasado en su totalidad y darle la vuelta a todo desembocaría en que robar dejase de estar mal para transformarlo en una proeza encomiable, plausible, loable y laudatoria. Y el consabido y proverbial “no matarás” llevaría por nombre un “sí”.
Una raya en el tiempo
El tercer y último rasgo de la ideología progresista estriba en trazar una radical línea divisoria entre presente próspero y pasado retardado, basada en que todo lo que haya sucedido antes del nacimiento del progresismo es atraso y en que aquello que esté al otro lado de la raya temporal es progreso, como un evolucionismo que ha caído del cielo justo en el mismo instante de la creación de dicha ideología (menuda casualidad).
El primer atisbo de esta última forma de entender el progreso lo tenemos en el Renacimiento, época que se llama “volver a nacer” de manera intencionada, con la intención de inculcar que lo anterior a dicho momento histórico es retraso y que lo que ocurriese desde el mismo, avance.
Esta quimera pierde todo el sentido cuando no se sabe, a ciencia cierta, a partir de qué momento hay que fijar la línea que separa el atraso del progreso
Muchos piensan que esa línea divisoria entre el atraso y la evolución la ha marcado el triunfo de la Revolución Francesa. Otros tantos creen que a partir de Marx. Muchos, que ha arribado con fin de la II Guerra Mundial y la creación de Naciones Unidas. Y bastantes están seguros de que germinó con el florecimiento de la Unión Europea.
Esta quimera pierde todo el sentido cuando no se sabe, a ciencia cierta, a partir de qué momento hay que fijar la línea que separa el atraso del progreso. Que unos piensen que se produjo en el Renacimiento, otros con el advenimiento de Lutero, muchos con la irrupción de Rousseau, el aterrizaje de Marx, la creación de la ONU, la construcción de la Unión Europea o la muerte de Franco, no es garantía de excesiva fiabilidad.
Una ensoñación basada en que la línea que separa el atraso del progreso se encuentra justo en el momento en el que lo decida una pléyade de intelectuales lunáticos, es tener excesiva fe en los mismos. Es casi como pensar que están tocados por el dedo de Dios y para colmo, tratándose de hombres que renuncian a Él. Se da la nefanda casualidad de que, después de todos los siglos y milenios transcurridos, la madre naturaleza ha iluminado, con el don dibujar la frontera entre la evolución y la involución, a un hatajo de pensadores encumbrados y rematadamente locos. Es como confiar, con fe religiosa, en unos eruditos sin religión y carentes de cordura. Cuánta razón tenía Chesterton al escribir sobre la desmesurada fe que se rendía hacia algunas corrientes modernas sin evidencias que las respaldasen.
Otra reflexión que desmitifica la ideología progresista es que niega que se alcance un determinado grado de progreso como consecuencia de lo anterior, a cuyo pasado tacha de atrasado. A esto, he de añadir que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. No habría Renacimiento (“volver a nacer”) sin los innumerables avances del demonizado Medievo, tan intencionadamente ocultados por el mester de progresía. No existiría el mundo Contemporáneo sin los siglos que lo precedieron. Todo efecto tiene una causa que lo precede. El progreso de un lugar o una época no ha brotado por ensalmo.
Además de todo lo desarrollado, me permito agregar, antes de descender hasta el párrafo conclusivo o colofón final, que es contradictorio hablar de “progreso”, desde el punto de vista de la ideología progresista, cuando ésta se alimenta, en 2019, de los tópicos y esquemas mentales del siglo XIX. Que una corriente de pensamiento que predica que la humanidad evoluciona en una línea recta ascendente continúe anclada en doctrinas decimonónicas, casi dos centurias después, deja mucho que desear.
Tras este sesudo y meticuloso análisis, presumo de haber desmantelado, con muy buen tino y aplastante sentido común, la ideología progresista. Cosa distinta es que algunos de quienes hayan leído este texto persistan en continuar cegados por su necedad. Sin embargo, me sirve de consuelo aquella sentencia del prodigioso pensador Leonardo Castellani, esa que reza: “Hay que decir la verdad, pero, gracias a Dios, no estamos obligados a convencer de ello a los necios”.