Hay tres cosas que no se le pueden mentar a un turco: el genocidio armenio, El expreso de medianoche y que el yogur lo inventaron los griegos. Para otro turco en concreto, Recep Tayyip Erdogan, la lista de ofensas necesitaría varias páginas, toda vez que siempre está enfadado por algo. Sólo se lleva bien con Venezuela y, a ratos, con Rusia e Irán, y así es muy difícil.

Turquía es hoy lo que es gracias a la genialidad de un hombre único: Atatürk. Según una vieja máxima, conspiran de capitán hacia abajo, porque por arriba están más vigilados. Quizá por eso Atatürk, siendo un joven capitán, empezó a frecuentar círculos revolucionarios en Damasco -Siria-, donde había sido destinado para mantenerle lejos. Allí se afilió a los Jóvenes Turcos y comenzó a elaborar sus planes de futuro; planes que la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, la guerra contra Grecia, aplazarían.

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En ambas contiendas Atatürk sacó el genio militar que llevaba dentro. Durante la Gran Guerra infligió a los aliados una dolorosa derrota en Galípoli: medio millón de ingleses, franceses, australianos y neozelandeses perdieron la vida tratando inútilmente de conquistar aquella península. Poco después haría lo propio con Grecia, a quien arrebató parte del territorio. Aquí, además, hizo partícipe a todo el país de lo que suponía librar una “guerra de liberación”, insuflando un espíritu nacional de orgullo que aún hoy perdura.

Es este mismo orgullo nacional -o nacionalista- turco el que hace que Atatürk sea considerado un héroe patrio. No es para menos. Antes de él, los turcos no tenían ni apellidos. Las mujeres estaban sometidas -no tenían apenas derechos, era legal la poligamia y se las podía repudiar-, imperaba la Sharia o ley islámica y la administración era un desastre. Por desgracia, semejante diagnóstico es aplicable hoy a gran parte de países islámicos, que no contaron en su momento con un Atatürk que les guiase.

En la actualidad, Turquía es un país de población musulmana, aunque confesionalmente laico. Ello implica -aunque la realidad diga que aún quedan flecos que pulir- igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, libertad de prensa y separación de poderes. Normalidad democrática, en una palabra. Y eso mismo es lo que Erdogan se quiere cargar para dejar paso a una paulatina islamización del país.

Empezó con la vuelta al hiyab o velo islámico en las aulas, prohibido por Atatürk. Y hace pocas fechas, durante un simposio en Estambul sobre las políticas sobre el alcohol, defendió el ayran -un brebaje a base de nata agria y agua, infumable- como bebida nacional, en detrimento de la cerveza y el popular raki. Dicha intervención generó una gran polémica, de la que se hicieron eco las redes sociales.

Esto, que puede parecer anecdótico, precede a los intentos de Erdogan por controlar el Tribunal Constitucional para así ir laminando el estado laico que tan brillantemente instaurase Atatürk. Todo ello, unido a sus tics autoritarios, ha acabado con la paciencia de una gran parte de la sociedad.

Las redes sociales no son tan fáciles de secuestrar como los antiguos diarios de papel; de ahí que Erdogan las criminalice. Decía Atatürk que “la democracia está estrechamente ligada al pensamiento”. Y en libertad se piensa siempre mejor. Esto es algo que tiene muy claro una buena parte de turcos, sean o no musulmanes -que lo son en su inmensa mayoría, dicho sea de paso-. Pero ante todo, son libres. Y no están dispuestos a dejar de serlo, por más que se empeñe Erdogan.

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