¿Han visto las fotos, los vídeos? Imagino que sí. Si una no pone demasiada atención a la ubicua estelada, las fotos son intercambiables con cualquier algarada, con Hong Kong, con París (donde, por ciento, llevan casi cincuenta semanas los chalecos amarillos en la calle y la policía repartiendo palos y como si no existieran; ¡ay, los medios!). Es el espectáculo de luz y sonido de la revuelta. Las llamas en la noche, las carreras, los enfrentamientos con la policía, los destrozos de mobiliario urbano.

Y el sexo. Aquí no hay paridad ninguna, ¿se han fijado? Por el día, cuando todavía se puede hablar sin provocar carcajadas de “manifestación pacífica”, sí, la cosa está más igualada. Pero cuando empiezan a caer las sombras, o cuando forma la delgada línea azul que representa la civilización y el orden y el aire huele a palos, o cuando se trata de montar barricadas, romper escaparates y quemar todo lo que se encuentre a mano, aquello se convierte en una oficina de los años cincuenta en lo que a distribución sexual se refiere.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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No hay un Patriarcado opresor tan meticuloso que esté también ocupándose de frustrar los deseos de paridad en las algaradas, ni a nadie se le ha ocurrido (aún) que haya que establecer cuotas en las barricadas de la lucha callejera. Más curioso es que nadie, de los muchos que están escribiendo sobre el caos que ha descendido sobre las ciudades catalanas, haya advertido este dato tan llamativo a simple vista.

La razón, creo, es que los dogmas del pensamiento único, de la ortodoxia obligada, no solo son falsos, sino que la gente sabe de forma natural que lo son, de modo que para afirmarlos hay que estar atentos y en el contexto adecuado. A poco que una se distraiga lo mínimo, va la realidad y te la cuela. Alarmados al ver cómo arde la segunda ciudad de España, preocupados al comprobar hasta qué punto se han dejado ir las cosas en una pendiente de ilegalidad permitida con un guiño, no le llama en absoluto la atención lo que, en el fondo, sabe natural.

Y es que hace falta una constante vigilancia, una gran disciplina a toda hora para que reconozcamos en algún momento de despiste lo que todos sabemos: que hombres y mujeres somos distintos, más allá de las obvias diferencias físicas, que el sexo no es un ‘constructo’ y que el género no existe fuera de la gramática.

No seré quién le niegue todo el interés a buscar las indignantes causas de oportunismo político que están detrás de esta pataleta urbana, y de hecho yo misma me he ocupado y seguiré haciéndolo. Pero me extraña que no se llame más la atención sobre las causas biológicas y psicológicas inmediatas. Y es que apenas existe placer en este mundo, como señala a menudo el autor británicos Theodore Dalrymple, como destruir indiscriminadamente con la conciencia tranquila, convencidos no solo de no estar haciendo nada malo, sino de que estamos embarcados en una noble empresa.

El varón es el defensor, el varón es el que arriesga y se enfrenta a los monstruos

La violencia es un juego masculino. En eso les doy la razón a quienes hacen notar que malos tratos y homicidios intrafamiliares son mucho más comunes del hombre a la mujer que al contrario. No porque nosotras seamos moralmente superiores, sino porque el nivel de agresividad y la fuerza física es mayor en el varón de la tribu.

Eso, naturalmente, ha redundado históricamente en nuestro beneficio. Debidamente civilizada y encauzada, esa agresividad nos ha protegido y nos ha hecho sentir seguras. El varón es el defensor, el varón es el que arriesga y se enfrenta a los monstruos.

Apenas hay mujeres en la revuelta, cuando las cosas se ponen feas, como no hay viejos. Abundan los chavales para los que estas ocasiones son jornadas heroicas y, digamos la terrible palabra que parece trivializarlo todo, divertidas. No, pretender que hacen un terrible sacrificio por la patria catalana son ganas de engañarnos a nosotros mismos. Es un plan, y un plan apasionante, que te hace sentir lo que no puedes ser en los aburridos días normales, reglados por los adultos: protagonista de la historia, foco de los medios, heroico guerrero («¿Me estará viendo la Nuria, cómo me enfrento a los Mozos?»), con licencia para estar en mitad de la calzada y romper cosas con los colegas. Y hasta el president nos guiña y todos nos temen.

Si hemos olvidado todas estas cosas, todos estos impulsos e instintos, no entenderemos nada. No es una revolución, no es nada realmente serio, en el sentido más alarmante de la palabra. Si quieres hacer daño, no te limitas a ocupar las calles o quemar papeleres: atacas el suministro de agua, por ejemplo, o un repetidor eléctrico, o asaltas una estación de televisión o radio.

Pero el peligro real de todo esto es que dar licencia a la muchachada para que rompa cosas porque te favorece, que es lo que están haciendo deliberadamente las autoridades catalanas, es acostumbrarles a que respondan a cualquier cosa que no les guste -y son, créanme, muchas- de la misma expeditiva manera.

En todas las revoluciones se ha usado a las masas, que siempre se apuntan a la destrucción alegre y airada, como se podría soltar una jauría de perros rabiosos sobre el enemigo. Y, a la larga, lo que sucede invariablemente es que, una vez probado el placer de la revuelta, no quieren volver al redil ni atados y se vuelven contra quienes primero les utilizaron.

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