Pablo Iglesias se ha reconocido como un ferviente admirador de Lenin.
Pablo Iglesias se ha reconocido como un ferviente admirador de Lenin.

Imagino que así hablarían muchos de los que vivieron alguna guerra, de estas guerras atroces del siglo pasado, empezando cada vez mayor número de nuestras frases con un “cuando esto termine”.

Esto, claro, terminará, como termina todo, pero algo en el tono traiciona una esperanza que, me temo, se verá defraudada, como si vieran este confinamiento e incluso esta peste como una irritante interrupción, tras la que volverán a sus vidas, más o menos como eran. Olvídense. Ya lo dije, y lo repito más convencida hoy: nada volverá a ser como era.

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En el mundo, pero en España tenemos una circunstancia muy especial, que parece haberse aliado con la peste como si fueran dos jinetes gemelos del Apocalipsis: el gobierno más débil, nefasto y peligroso de nuestra historia democrática.

En el gobierno hay comunistas y de la especie más virulenta. Su líder, Pablo Iglesias, es un rendido admirador de Lenin, que llegó al poder siendo una exigua minoría en ese magma de partidos que se disputaba el poder desde la Revolución de Febrero de 1917, pero supo aprovechar con decisión lo que él mismo llamaba “circunstancias objetivas”. ¿Y qué circunstancias objetivas puede haber más maravillosas que un pueblo en arresto domiciliario, un Parlamento interrumpido, un paro que avanza a zancadas de cientos de miles, un parón inimaginable de nuestra economía y un empobrecimiento generalizado que se adivina terrible?

Pedro es una bicoca para nuestro Lenin español, una perita en dulce, un caramelo

En 1917 aún podían hacerse ilusiones. Si me apuran, el espejismo podía prolongarse aún más tiempo en los más desesperados por creer en el paraíso proletario. Hoy no hay excusa. Hoy sabemos de qué va la vaina, el destino absolutamente irremediable de cualquier país que se embarque en esta trágica desventura: miseria, represión, opresión y mentiras. No hay ni ha habido nunca ninguna otra cosa.

Luego está Pedro. Pedro es una bicoca para nuestro Lenin español, una perita en dulce, un caramelo. Por circunstancias de la aritmética electoral, depende de Pablo para seguir posando de estadista, yendo en Falcon a comprar tabaco y viviendo en el Palacio de la Moncloa, y sabe que difícilmente se le presentará otra oportunidad de estar donde, desde luego, no le ha llevado su talento. Pablo conoce bien la egolatría ilimitada de Pedro, que se pone en sus manos para mantener el momio.

Pero hay otra circunstancia que hace de Pedro el tonto útil ideal: está vacío. Todo en él es esa pose de la que hablábamos antes, no hay nada debajo. Fuera de su infinita ambición, no hay nada, ni un proyecto, ni ideas, ni ideología. Le da igual ocho que ochenta, y hubiera trepado en cualquier partido, en cualquier régimen. Pero Pablo sí tiene un proyecto, uno que acaricia desde hace años, y una tropa marinada en las últimas reencarnaciones teóricas del viejo, polvoriento marxismo. Devorará a Pedro como a un buñuelo de viento cuando llegue el momento.

Hablan ya abiertamente de una ley para “perseguir la desinformación” que, pueden apostar la finca, no va a afectar a su legión de medio áulicos y bien engrasados con recientes subvenciones

La Constitución no va a protegernos. Es un papel. Si el Tribunal Constitucional dice que algo es constitucional, es constitucional, diga lo que diga una lectura literal y desapasionada del texto. Hemos vivido varias de estas como para saberlo. Hoy mismo, nuestras libertades constitucionales no solo son papel, sino papel mojado, y aquí estamos.

El otro día se publicó en el Boletín Oficial del Estado un decreto en cuyo Artículo 4 se especifica que las autoridades podrán dar para su ocupación casas privadas, sin más. Un día antes, la policía interrumpía al arzobispo de Granada mientras celebraba los oficios de Semana Santa en la propia catedral, pese a que los decretos de confinamiento no lo prohíbe si se observan las medidas de seguridad adecuadas. ¿No empiezan a ver cierto patrón? ¿No les suena todo esto?

Hablan ya abiertamente de una ley para “perseguir la desinformación” que, pueden apostar la finca, no va a afectar a su legión de medio áulicos y bien engrasados con recientes subvenciones, ni siquiera a ‘fake news’ manifiestas y clamorosas que les pongan por las nubes. Y quieren, asimismo, tenernos a todos geolocalizados a través del móvil.

¿Puede salvarnos Europa, esa Unión Europea ante la que tanto le gusta a Pedro pavonearse? Desgraciadamente, esa UE está en la UCI, en ventilación, con las fronteras internas cerradas a cal y canto y demostrando tanta solidaridad como Scrooge antes de Navidad. La esperanza de nuestros progres moderados ha resultado un bluf, inútil cuando de verdad se la necesita, entregada a un descarado “sálvese quien pueda”.

No quiero acabar con una mirada tan desoladora al panorama. Lo peor puede evitarse, pero quiero subrayar que de verdad es lo peor, mucho peor que lo que estamos viviendo ahora, peor que la propia peste que asola el planeta. Y que si no estamos alerta, si no nos implicamos activamente, si no presentamos un frente de oposición unido y resistente, todo esto de ahora nos va a parecer una broma.

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