A muchos les irrita que Woody Allen (Nueva York, 1935) haga chistes frívolos sobre Dios o la muerte, o que se tome a guasa el holocausto y el judaísmo de sus mayores (“de niño yo era de confesión israelita, pero luego me convertí al narcisismo” dice en una de sus películas).
Pero entre bromas y veras, el cineasta desliza algunas verdades que satirizan a la sociedad posmoderna y que hasta sus detractores suscribirían: “Aquí guardan la basura” -dice en Annie Hall, refiriéndose a lo limpias que están las calles en Los Ángeles- “y luego la convierten en programas de televisión”.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraEn concreto, dos de sus mejores filmes (Delitos y faltas y Match point) son fábulas morales sobre la culpa, el remordimiento, el bien y el mal, que tienen plena actualidad en una sociedad en la que todo vale y en la que nada es verdad ni es mentira.
Se trata de dos revisitaciones de Crimen y castigo, la novela de Dostoyevski, que cuenta la historia de Raskolnikoff, un estudiante pobre de la Rusia zarista. El joven mata a una vieja usurera y no solo para robar, pero también para hacer realidad su teoría de que hay dos tipos de personas: las superiores que tienen derecho a cometer crímenes para el progreso de la humanidad, y las inferiores, seres inútiles que deben estar sometidos a las leyes (¿les suena de algo?) Fascinado por la figura de Napoleón, Raskolnikoff considera que él pertenece al primer grupo y que está por encima del bien y del mal.
Raskolnikoff es un personaje premonitorio del relativismo del siglo XX: es uno mismo quien define lo que está bien y lo que está mal.
Pero no sólo no lo está, sino que termina siendo devorado por el sentimiento de culpa, que pretendía superar. En este sentido, es un personaje premonitorio del relativismo del siglo XX: es uno mismo quien define lo que está bien y lo que está mal.
Y eso es justamente lo que Woody Allen lleva a la pantalla, a través de los dos filmes mencionados. En Delitos y faltas (1989), un prestigioso médico (Martin Landau) elimina a su amante (Angelica Huston) porque le pedía insistentemente que se divorciara. Ella se había convertido en un estorbo, y él no estaba dispuesto a renunciar a su posición, así que contrató a un sicario para que hiciera desaparecer el problema. Lo curioso es que nadie le descubre y consigue irse de rositas, sin que caiga sobre él el peso de la ley. Y eso es precisamente lo que le desconcierta: si el crimen queda sin castigo, la vida carece de sentido.
Match point (2005) es la historia de un trepa, un monitor de tenis (Jonahan Rhys-Myers) que se vale de la boda con la hija de una familia adinerada de Londres como ascensor social. Tiene un romance con otra chica (Scarlett Johanson) y cuando ésta le comunica que se ha quedado embarazada de él, el monitor le obliga a abortar. Ella se niega y le pide que se divorcie. Pero el joven no está dispuesto a renunciar a su posición y opta por asesinar a su amante.
Como sucede con el médico de Delitos y faltas, también el crimen del monitor queda finalmente impune. Y él continúa con su posición de privilegio intacta. Pero también surge la pregunta por la culpa y por el sentido de la vida.
En una escena, se le aparece la amante fallecida que le echa en cara que acabara con ella y con su bebé (un indirecta declaración provida); y le dice: “Prepárate a pagar el precio”, a lo que él responde: “Lo correcto sería ser descubierto y castigado. Al menos habría una mínima señal de justicia, un mínimo resquicio de esperanza, de un posible sentido”.
Ambos filmes muestran que nuestra existencia está conectada con la de los demás, y que nuestro comportamiento no es indiferente, pues siempre tiene efectos (positivos o negativos) sobre quienes nos rodean. Si cometemos tropelías, algún primo pagará el pato. En Delitos y faltas, la amante del médico; en Match point, la amante del joven trepa, el bebé que espera y un par de inocentes más. Aunque éstos deban ser sacrificados “para dar paso a un orden superior”, como llega a decir el monitor de tenis, remedando a Raskolnikoff y su peculiar teoría (y a tantos personajes tiránicos o corruptos, en la vida real).
Los dos antihéroes, a los que nadie ha visto cometer los crímenes, reclaman interiormente un castigo que nunca llega. Una injusticia terrible se ha cometido y debe ser reparada. Se diría que los dos personajes tienen sed de remordimiento. Toda una lección para un mundo de apariencias y sin principios -como el de la corrupción política-, en el que lo importante no es actuar con honradez, sino evitar que a uno le pillen.
Woody Allen nunca ha ofrecido respuestas sobre la existencia de Dios, cuestión a la que remite inevitablemente estas dos películas (y por supuesto Dostoyevski). Tanto el médico como el monitor de tenis se salen con la suya y se salvan del castigo, gracias a la pura suerte (una serie de casualidades). “Toda la existencia es puro azar” se llega a decir en una escena.
Pero atribuirlo todo al azar, como sugiere Woody Allen, equivale a suspender la libertad personal y por lo tanto la responsabilidad. Una tentación muy de nuestro tiempo, con la fascinación New Age por el destino, y el culto al horóscopo.
Sin embargo, las tragedias que desencadenan esos personajes no obedecen a casualidades, sino a la ambición. Nada es casual.
Nadie le obligaba a hacer esas reflexiones sobre la ética y la necesidad de que el mal sea castigado; la injusticia, reparada; y el bien, recompensado
Tampoco lo es que el cómico neoyorquino haya dejado estas fábulas morales para la posteridad. Historias que plantean interesantes interrogantes, fruto de su cultura judía, y de su inquietud -nunca resuelta- por la trascendencia.
Y nadie le obligaba a hacer esas reflexiones sobre la ética y la necesidad de que el mal sea castigado; la injusticia, reparada; y el bien, recompensado. Pero el habitualmente frívolo Allen se las hace al espectador. Tratando, tal vez, de responder a la vieja pregunta “¿si el infierno no existe, dónde está Hitler?”