Criticar la idea de los derechos humanos requiere mucho valor: tienen la aureola de lo sagrado. Lo que hace Grégor Puppinck en su formidable Mi deseo es la ley, publicado por Encuentro hace unos meses, no es atacar el concepto mismo de los derechos, sino su ideologización reciente, que se manifiesta en la constante adición de “nuevos derechos” que suponen la inversión de los originales (el “derecho al aborto” implica la negación del derecho a la vida; el “derecho al hijo”, la negación del derecho del niño a tener un padre y una madre, etc.). Los derechos humanos, nacidos como vacuna frente al totalitarismo, se están convirtiendo en el instrumento de un nuevo totalitarismo soft que no envía a los discrepantes al Lager o al Gulag, pero sí los amordaza y los expone al escarnio público como “reaccionarios”, “homófobos”, etc.

Aunque venían tomando forma desde el siglo XVII, los derechos humanos se convirtieron en idea-fuerza de nuestra época en la segunda posguerra (la Declaración Universal de Derechos Humanos fue aprobada por la ONU en 1948). Como explica Puppinck, se trató de una reacción neoiusnaturalista frente a la separación positivista de Derecho y moral (Kelsen y otros) y la absolutización de la soberanía estatal, que habían conducido a los crímenes de Estado de la Alemania nazi y la Unión Soviética. Los paises que suscribieran la Declaración (o, más aún, los tratados que la desarrollaron, dotados en algunos casos de instrumentos de fiscalización de la legislación estatal, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) aceptaban la existencia de unas tablas de la ley por encima del Derecho positivo-estatal; aceptaban, por tanto, limitaciones morales a su soberanía.

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Instantánea de la celebración de los juicios de Nüremberg contra el régimen nazional-socialista alemán.

La Declaración de 1948 proclamó una tabla de derechos razonable, pero la presencia de delegados de los países comunistas en la comisión impidió alcanzar un consenso sobre su fundamento (Maritain: “Nos hemos puesto de acuerdo sobre estos derechos, con la condición de que no nos pregunten su por qué”). Y, como indicó Richard McKeon, era sólo cuestión de tiempo que el disenso sobre el fundamento diese lugar también a un disenso sobre el contenido. Está ocurriendo ahora.

La tradición iusnaturalista veía el fundamento de los derechos en la naturaleza humana, entendida, no como algo que se tiene de una vez por todas, sino como una posibilidad o capacidad que ha de ser actualizada, desarrollada. De ahí surge la idea de una “moral natural” basada en las virtudes: son virtuosas las acciones y modos de vida que contribuyen a la humanización del sujeto (y/o, en una perspectiva trascendente, a su santificación), y viciosas las que le anclan en un nivel de existencia animal o subhumano. Los derechos humanos garantizarían el marco de libertad imprescindible para la práctica voluntaria de la virtud.

Aristóteles, filósofo (384 – 322 a. C.).

Esta visión aristotélico-tomista de los derechos, aunque defendida por miembros de la comisión como Jacques Maritain o Charles Malik, no prevaleció en 1948. La Declaración guardó silencio sobre los fundamentos y los diversos tratados internacionales que la desarrollaron han tendido más bien a referirse a la dignidad humana (no a la naturaleza humana) como la base de los derechos.

“Dignidad humana” es un concepto altisonante que todos utilizan pero pocos sabrían definir (menos aún, explicar por qué los humanos tenemos dignidad). Dignidad humana parece significar “valor intrínseco del hombre superior al de los demás seres”. En la perspectiva cristiana, el hombre tiene dignidad porque fue creado a imagen de Dios, posee un alma inmortal, es la única criatura dotada de racionalidad y libertad… La perspectiva materialista cifra la dignidad sólo en este último aspecto (aunque la tendencia general del materialismo filosófico sea, más bien, la contraria: no destacar, sino rebajar al hombre al nivel de una especie animal más, con un cerebro algo más complejo, y dotado de un libre albedrío sólo ilusorio): la dignidad del hombre estribaría en ser el único ente pensante y deseante del Universo. En el primer caso, el hombre recibe su dignidad desde arriba; hay que agradecerla a Dios, y vivir a la altura de ella (vivir “dignamente”); la libertad, por tanto, no es incondicional, sino instrumental (Gómez Dávila: “la libertad no es fin, sino medio”): libertad para la santificación y la virtud. En el segundo caso, el hombre recibe su dignidad desde abajo, desde la materia no consciente: simplemente, el ciego azar cósmico (“el hombre es un primate con suerte”) le ha dotado de una inteligencia y un libre albedrío que, ahora sí, es ilimitado, salvando las restricciones necesarias para hacer posible la convivencia social.

En estrecha correlación con estas dos concepciones posibles de la dignidad encontramos, explica Puppinck, dos concepciones de la relación mente-cuerpo. El cristianismo, aunque “espiritualista”, es también “carnal” en el sentido de que concibe al hombre como una totalidad psicofísica y

extiende la dignidad tanto a la mente como al cuerpo: la carne es “templo del Espíritu Santo” (1 Cor., 6, 19) y está llamada a resucitar en el último día, pues “lo propio del hombre es ser la unión de alma y cuerpo” (San Agustín, Ciudad de Dios, XXI, 10). El materialismo, en cambio, es paradójicamente espiritualista, en el sentido de que ve al hombre y su dignidad definidos únicamente por lo mental, mientras el cuerpo es rebajado al nivel de un mero soporte (el cuerpo como prisión del alma: este desprecio del cuerpo, de origen platónico, fue característico de las herejías gnósticas, el catarismo, etc.).

Si el cuerpo –incluidos los órganos y procesos reproductivos- no es más que el resultado de una evolución biológica producto del azar, si no tiene nada de sagrado, se abre la veda para la legitimación de todas las formas de sexualidad y todas las transformaciones de la reproducción humana que la tecnología vaya haciendo factibles. Surgen así los nuevos derechos “contra la naturaleza”, relacionados con el cuerpo, el sexo y la familia. “Contracepción, aborto, divorcio, pornografía, eutanasia, homosexualidad, eugenismo: todas estas prácticas, ampliamente prohibidas en la posguerra, son ahora derechos, y su crítica, algo prohibido” (Mi deseo es la ley, p. 88).

Los derechos de 1948 –derecho a la vida e integridad física, a la libertad religiosa, la libertad de expresión, a la propiedad y el trabajo, etc.- eran todavía los del ser humano que acepta su naturaleza (que incluye datos como la continuidad ontológica desde el embrión a la muerte natural; la necesidad de una pareja hombre-mujer para la paternidad; la existencia de solo dos sexos, determinados por los cromosomas y genitales; la heterosexualidad como forma natural [en el sentido de reproductivamente eficaz] de sexualidad, etc.). Los derechos añadidos en las últimas décadas son los del hombre que se considera facultado para transformar y superar sin límite su naturaleza biológica. “La dignidad encarnada consiste en ser plenamente criatura; la dignidad desencarnada consiste en ser el propio creador de uno mismo”.

El nadador olímpico Tom Daley y el guionista Dustin Lance Black pagaron por la gestación de un niño.

Si los derechos humanos de 1948 respetaban la biología humana, los de 2020 se refieren a la vulneración/superación de dicha biología: vidas destruidas después de su comienzo (aborto) o antes de su término natural (eutanasia); hijos con “dos madres” o “dos padres” (una ficción, pues en realidad proceden de padre y madre, y se les condena a la ausencia de uno de ambos); “cambios de sexo” (también ficticios, pues cada una de las células seguirá sellada con los cromosomas XX o XY)… Los derechos “anti-naturales” de 2020 serán quizás post-naturales en 2040: “bebé a la carta” (selección de las características del hijo por nacer: ya está comenzando, con el diagnóstico preimplantatorio, etc.), implantes cerebrales para multiplicar la inteligencia, hibridación hombre-máquina, aumento indefinido de la longevidad (“muerte de la muerte”), transferencia de la mente a un soporte cibernético… Si la mente humana consigue emanciparse definitivamente de su soporte biológico-material –para sobrevivir como programa informático- los gnósticos habrán triunfado, y la paradójica lógica desmaterializadora del materialismo habrá sido llevada a su extremo.

Esta superación transhumanista de nuestra naturaleza no es, sin embargo, un proyecto gubernamental a lo Mundo feliz (Huxley): no está siendo impulsada por Estados todopoderosos, sino por empresas privadas e individuos consumidores. Habermas acertó subtitulando “Hacia una eugenesia liberal” su obra sobre el futuro de la naturaleza humana. Los Estados se limitan a dejar hacer: no se consideran legitimados para poner trabas a los deseos individuales. Si una pareja gay desea un hijo, y pueden conseguirlo mediante vientre de alquiler o inseminación artificial, ¿quién es el Estado para impedírselo? Tienen “derecho” a ver cumplidos su sueño. Igual que quien desea “cambiar de sexo”. Igual que quien decide acabar con su vida. Igual que quien quiera matar a su propio hijo en el seno materno. Igual, dentro de unos años, que quien desee un bebé a la carta (“quiero una niña de 1.70 m. de estatura, ojos azules e IQ de 130”), o implantarse una extensión de memoria en el cerebro, o inyectarse el elixir de la inmortalidad. Su deseo es la ley: “es el deseo el que se ve revestido del principio de legitimidad, mientras que se presume a la sociedad [si se opone a él] de arbitraria” (p. 112). Al final, el materialismo ateo ve lo específicamente humano, no ya en la racionalidad –que es la sujeción de la mente a una realidad externa: adaequatio rei et intellectus (Gómez Dávila: “la inteligencia no aspira a liberarse sino a someterse; la verdad es el resplandor de la necesidad”)- sino en el capricho ilimitado, rebautizado con la pomposa etiqueta de “autonomía individual”. “Esta autonomía individual se ha convertido en el ideal de los derechos humanos y de la sociedad occidental”.

Grégor Puppinck ha vigilado durante veinte años el funcionamiento del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Su conclusión es que no cabe esperar de él –tampoco de los tribunales constitucionales o supremos de la mayoría de los Estados, al menos de los occidentales- ninguna labor de contención frente a los constantes avances del imperio del deseo. Los tribunales desactivan las partes “anticuadas” de las constituciones y tratados de derechos humanos –por ejemplo, la idea del matrimonio como unión de hombre y mujer- mediante la doctrina de la interpretación dinámico-evolutiva, según la cual la letra de la ley debe ser actualizada a la luz de las nuevas convicciones y aspiraciones sociales, aunque haya que retorcer hasta la desfiguración la intentio legis. El tribunal se entiende a sí mismo como un mero constatador y consolidador del “cambio social”, no como el guardián de una concepción de lo humano. La única condición que pone para dar su fiat es que la reivindicación en cuestión –sea el aborto, la eutanasia, el “hijo de dos madres” o la gestación subrogada- esté sociológicamente extendida. A veces, el Tribunal decretará que “aún es pronto” para dar luz verde a la siguiente conquista, sugiriendo que es sólo cuestión de tiempo que se le termine abriendo la puerta. “En la perspectiva progresista, el criterio de la justicia ya no es el respeto al derecho, sino el de un supuesto movimiento histórico que implicaría que la solución más “avanzada” a una cuestión social sea asimismo la mejor. La “justicia” se muestra así completamente relativa, se contradice y se supera incesantemente en un proceso dialéctico” (p. 257).

Fernando Ferrín Calamita
El juez Fernando Ferrín Calamita, expulsado de la carrera judicial por obstruir la adopción de una niña por una pareja de lesbianas.

Los derechos humanos se acuñaron en 1948 como una vacuna contra el totalitarismo. Pero el imperio del deseo individual infinito es una forma de totalitarismo. Los derechos humanos han traicionado su sentido fundacional. Los defensores de las “conquistas” progresistas exigen la represión de los disidentes: “La creación de estos nuevos derechos se ve acompañada rápidamente de una prohibición social, e incluso penal, de criticarlos” (p. 226). Quien rechace el matrimonio homosexual será estigmatizado como homófobo; quien cuestione el “cambio de sexo”, como tránsfobo; quien ponga reparos al aborto, como antifeminista. El coste del estigma tiende a hacerse más pesado: de la mera descalificación verbal estamos pasando a la muerte civil del discrepante. La libertad de expresión y crítica se encuentra en Occidente en mínimos históricos desde 1945. La ideología de la constante extensión de derechos se afirma como nueva religión de Estado.

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Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de siete libros colectivos; entre ellos, The Threads of Natural Law (2013), Debate sobre el concepto de familia (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014). Diputado de Vox por Sevilla en la XIV Legislatura.