Hace unos días concluía la Semana Santa más extraña de la historia de España, donde cualquier extranjero podía disfrutar de nuestras costas, comidas y tradiciones pascuales. Pero los nacionales se veían obligados a permanecer encerrados en la provincia de residencia o arriesgarse a hacer uso de la «picaresca española» y rezar para no ser descubiertos.

Han conseguido que nos sintamos como auténticos delincuentes por querer acudir a nuestra segunda vivienda, que tanto nos ha costado pagar, o simplemente poder pasar unos días con nuestra familia, tan alejada de nosotros desde que comenzó la pandemia. ¿Por qué? Eso mismo me pregunto yo.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Sigo esperando la justificación científica que me explique por qué conozco a españoles que legalmente ha podido pasar las fiestas en Dinamarca, y a argentinos que han podido venir a Madrid por Pascua -con un test negativo bajo el brazo, por supuesto-, pero yo no he podido ir a Sevilla a estar con los míos, ni ellos han podido venir a verme a mi, ni aun reuniendo los mismos requisitos. ¿Por qué a mí una prueba negativa no me abre una autovía, pero a ellos sí una frontera? Sigo esperando la respuesta.

El otro día aparecía publicado en el Boletín Oficial del Estado las últimas restricciones sobre el uso obligatorio de mascarillas, ahora también en espacios abiertos tales como la montaña o la playa, donde puedes ser el único ser humano en kilómetros y kilómetros a la redonda, que tendrás que llevar igualmente la mascarilla. Para no contagiar ¿a los zorros? Puede ser. Para no ser contagiado ¿por las gaviotas? Sin lugar a dudas.

Dada la falta absoluta de respaldo científico que justifique tal medida, la finalidad de la norma parece sencilla: ver hasta dónde estamos dispuestos a tragar. Esto hace tiempo que dejó de ser una pandemia para convertirse en una respuesta artificial e impuesta al eterno debate «seguridad vs libertad». Artificial, porque estamos cediendo por completo nuestra libertad sin que, por contraposición, puedan asegurarnos la inmunidad frente al virus, e impuesta, porque nadie nos ha preguntado a qué preferimos renunciar en estos tiempos de crisis.

Los propios vecinos eran quienes acusaban a sus conocidos, no por una puesta en peligro real, sino en aras de una presunta seguridad ciudadana

No hace mucho se hacía viral un video donde podía observarse a una mujer enfrentándose a los deportistas de un parque que, por motivos evidentes, iban sin mascarilla. La mujer se encaraba a los corredores llamándolos irresponsables e incluso intentaba poner zancadillas a quienes hacían el amago de pasar de largo. La situación era lamentable y la confusión entre prudencia y obsesión, tan evidente como por desgracia extendida. Pero la cosa no quedó ahí.

Pocos días después comenzaban a salir los titulares de cientos de denuncias anónimas por «saltarse el confinamiento perimetral», «uso indebido de la mascarilla», «no mantenimiento de la distancia de seguridad» y todas estas limitaciones cuya efectividad cada vez se encuentran más en entredicho. Los propios vecinos eran quienes acusaban a sus conocidos, no por una puesta en peligro real, sino en aras de una presunta seguridad ciudadana. ¿No les recuerda esto a las denuncias anónimas contra judíos que vivimos en el siglo pasado? Preocupante cuanto menos.

¿Y qué decir de los agentes de policía echando abajo la puerta de un domicilio sin autorización judicial ni del inquilino, ni existencia alguna de flagrante delito? Lo peor no es que un policía se caliente por la actitud condescendiente de la propietaria (que ya de por sí es preocupante al ostentar la condición de agente de la autoridad), sino que ningún compañero le pare los pies y encima el Ministro del Interior justifique su actuación, haciendo caso omiso, no solo a la legislación española sino a toda la jurisprudencia aplicable ¡Un Ministro que antes había sido Magistrado de la Audiencia Nacional! Pero ¿Qué está pasando aquí? ¿Donde está la urgencia de enviar a tantos efectivos a una vivienda particular para evitar una reunión de 12 personas? ¿Ya han resuelto todos los crímenes de la ciudad y ahora pasan a por las infracciones administrativas? Hombre, por favor.

El pueblo español nunca estuvo hecho para la sumisión y a la historia me remito. Más pronto que tarde, las tornas volverán a su sitio de una forma u otra

Cuando llegó el Covid, todos fuimos conscientes de que íbamos a tener que hacer sacrificios para seguir con nuestra vida, lo que no imaginábamos es que tendríamos que pedir permiso para poder respirar. Y es que ya no podemos ir a darle un soplo de vitalidad a nuestro abuelos a las residencias, ni a nuestros padres siquiera en la que fuera nuestra casa, ya no podemos salir a llenar nuestros pulmones con el aire de la sierra o ese viento con olor a sal, ya no podemos ir al parque a hacer deporte y desfogar de las tensiones diarias, tenemos que vivir en constante alerta, sin despistarnos con la colocación de las mascarillas o la separación con el señor de al lado, ya no podemos reunirnos con nuestros amigos, descansar en casa, tomarnos un respiro a fin de cuentas…

Pero ¿saben qué? Que el pueblo español nunca estuvo hecho para la sumisión y a la historia me remito. Más pronto que tarde, las tornas volverán a su sitio de una forma u otra, pues al fin y al cabo, como dice nuestro sabio refranero: ¡Más vale pedir perdón que pedir permiso!

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