Es asombroso ver cómo el fútbol ha pasado a un primer plano con la irrupción de la disparatada y novedosa idea de Florentino Pérez de crear una Superliga de fútbol al estilo de las grandes competiciones norteamericanas. Leyendo la prensa por la mañana tomando el café sumergido en la tan anodina transición entre la vigilia y el sueño, me asombraba contemplar cómo muchos diarios abrían el rosario informativo con la protesta de los mandatarios internacionales a la intentona de algunos de los clubes más poderosos del mundo de convertir el deporte rey en un antojo de los poderosos.

Sinceramente, en el momento de ver cómo todos los poderes visibles cerraban filas junto con la UEFA y la FIFA para evitar que el formato saliera adelante, no pude evitar, como consecuencia de mi tendencia natural a enrolarme en el bando de los incomprendidos, esbozar una sonrisa de satisfacción. Después, sin embargo, en un instante de lucidez me he dado cuenta de que en esta ocasión los que suelen ser los abusones son los que están siendo acosados. Los Estados y sus gobiernos se están dando cuenta de que la bestia que se han cebado durante años se está poniendo en su contra y amenaza la integridad del propio sistema.

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Al no poner cotos al capitalismo, este ha resultado ser un arma de doble filo para la prosperidad de las naciones

Si el caso de la Superliga ha trascendido al mundo del deporte es porque hay mucho más en el fondo del asunto. No tenemos que quedarnos simplemente con los actores o con el ámbito al que afecta dicho acontecimiento. El movimiento realizado por Florentino Pérez y por sus colegas multimillonarios pone de manifiesto hasta dónde llega el poder de decisión de los magnates en los asuntos vinculados a organismos supranacionales. Hay mucho en juego, el balón no es lo único que puede rodar si este proyecto sigue adelante.

Como soslaya José Carlos León en El buen capitalista, los ricos tienen cada vez más influencia en los asuntos públicos y políticos. Ya dijo Pablo Iglesias en su última entrevista en Salvados que estar en el Gobierno no era estar en el poder. Como él, ahora la clase política dirigente está tratando de domesticar al monstruo al que tanto llevan temiendo desde siempre, pero al que nunca han tomado en serio. ¿No eran conscientes de que a cuánto más poder cedieran a los poderes económicos les iban a regalar una mayor responsabilidad sobre los asuntos importantes?

No estoy hablando de instituir un sistema intervencionista, no, pero si que es cierto que, al no poner cotos al capitalismo, este ha resultado ser un arma de doble filo para la prosperidad de las naciones. Está tan en duda el modelo capitalista que si uno va a las librerías se encuentra cientos de libros escritos por economistas como Daniel Lacalle con su Capitalismo o igualdad, tratando de contar las bonanzas del actual modelo.

No dudo que este sistema es el que ha sacado a más personas de la pobreza, pero este mundo que tiene como dios al capital ha permitido que el capitalismo domesticado por el liberalismo, que nació para salvar de la hambruna a los pueblos asolados por los fascismos y el comunismo, se haya asalvajado convirtiendo a los ciudadanos libres en esclavos de la prisión que tiene como carcelero a la productividad.

Eficiencia que se ha convertido en la única razón por la que vivir. Si no eres productivo pareces no tener la misma dignidad como persona. Al igual que es un escollo todo lo que nos hace pensar o nos desarrolla espiritualmente en lugar de técnicamente, en palabras de Borja Vilaseca en su libro El sinsentido común: «Como estudiantes nos hacen memorizar los inimaginable y nos preparan para ser profesionales para el sistema. Pero se olvidan de los más básico, de lo realmente esencial: enseñarnos a gestionar de forma competente nuestra vida emocional y espiritual». Así estamos, tarados, tomando ansiolíticos como si fueran golosinas y en mundo sin Dios en el que pese a que todo está permitido somos menos libres que nunca.

El capitalismo ha penetrado tanto en las instituciones que hasta organismos como la OMS ostentan ya más fondos privados que públicos. Vamos camino de una oligarquía que amenaza con demoler nuestras democracias. No es que acorrale, es que ya la ha atrapado. Estamos viendo cómo las farmacéuticas están chantajeando a su antojo a los gobiernos a sabiendas de que son la esperanza de nuestra supervivencia. Es lo que pasa cuando confías tus fuerzas en el dinero en vez de apostar por un modelo social basado en unos principios y una moral.

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