Cruda realidad / La ‘familia’ de Anna Gabriel y la nostalgia paleolítica

    No contenta con querer sustituir el Tampax con esponjas marinas y defender la coyunda en el metro, la representante de esa fuente de jugosos disparates que es la CUP propone volver al modelo de familia de la edad de las cavernas

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    ‘It takes a village to raise a child», «hace falta una aldea para criar a un nino», dice la probable candidata a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Demócrata, Hillary Clinton, que oyó cuando visitaba África como Primera Dama, y el (supuesto) proverbio tribal le gustó tanto que escribió un libro con ese título.

    Yo no sé muy bien a qué viene este gusto de la izquierda por los modelos primitivos, especialmente en cuestiones de familia, visto que ninguno de sus representantes parece muy por la labor de renunciar a los innumerables privilegios de la civilización, ni en qué nos podría ayudar cuando ellos mismos no hacen más que pedirnos que colaboremos más y más con esas sociedades atrasadas. Sí, he dicho atrasadas.

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    La última en pronunciarse por un modelo de ‘familia grupal’ es la representante de esa fuente de jugosos disparates que es la CUP catalana, Anna Gabriel. La diputada catalana, no contenta con querer sustituir el Tampax con copas y esponjas marinas y defender la coyunda ‘erga populum’ en transportes públicos, ha declarado, como recogemos en esta misma publicación, que “la idea es que tú eduques en la tribu” porque no hay “sentimiento de pertenencia” sino que son “hijos e hijas que has tenido y parido tú con los demás”. No intenten entender qué puede significar parir «tú con los demás».

    No sé si Anna Gabriel se refiere a la tribu catalana o a cualquiera de las amazónicas, como podría sugerir su peinado

    No sé exactamente a qué tribu se refiere Gabriel, si a la catalana en general, a una más pequeña y electiva o a cualquiera de las amazónicas -como podría sugerir su peinado-, con una esperanza de vida que, ay, Gabriel ya ha superado.

    Cuando una se levanta por las mañanas en una cómoda cama, bajo techado fiable, aprieta un botón y se hace la luz, da a una manivela y sale prodigiosamente agua a la temperatura que uno desea, hace sus necesidades sin tener que quedarse con ellas o tirarlas a la calle y, en fin, puede confiar en completar hasta tres comidas diarias sin problemas y otros milagros que nuestra civilización ha tardado miles de años en lograr, es fácil y hasta agradable ponerse lírico con el primitivismo, aunque la realidad es que todos esos pueblos que viven ‘a la Gabriel’ llevan vidas que son, en palabras de Hobbes, «solitarias, míseras, desagradables, brutales y breves».

    El poder público absoluto, el Estado Providencia, es un monstruo formidable capaz de fagocitar y penetrar cualquier resistencia que se le ponga delante, y solo tiene dos verdaderos enemigos, a los que intenta a toda costa destruir: la Iglesia y la familia.

    La portavoz parlamentaria de la CUP, Anna Gabriel/Efe.
    La portavoz parlamentaria de la CUP, Anna Gabriel/Efe.

     

    La izquierda, que pretende el absoluto dominio sobre el individuo, abomina a la familia de un modo especial, y nueve de cada diez medidas de ingeniería social aplicadas en nuestro mundo occidental tiene por fin exclusivo destruirla, romper los lazos de lealtad y ayuda mutua incondicional que vinculan a un hombre y una mujer entre sí y con sus hijos. El Estado es un dios celoso, y quiere acabar, por encima de todo, con las lealtades naturales del hombre.

    Divorcio express, aborto, fomento de la promiscuidad en los colegios, ‘matrimonio’ homosexual y, lo último, promoción de la transexualidad tienen como fin principal disolver esa sociedad natural que rivaliza con el Estado. No creo que nadie mínimamente familiarizado, por ejemplo, con la sexualidad gay pueda imaginar por un momento que ese colectivo reivindicaba algo remotamente parecido a un matrimonio similar al que se ha dado durante siglos. Es, sin más, un medio de vaciar de contenido la institución.

    Y, hay que decirlo, lo están consiguiendo. De hecho, el sueño de Gabriel –una tendencia que en Estados Unidos ya hace correr ríos de tinta con el nombre de ‘poliamory’– está cada día más cerca, por lo mismo que aumenta año tras año el número de ninos que se crían sin padre o (menos frecuentemente) madre naturales.

    La monogamia es la democracia: decretar que un hombre solo puede tener una mujer, y una mujer solo puede tener un hombre, asegura que los individuos menos atractivos de uno y otro sexo -el proletariado sexual- tengan una oportunidad

    En un sentido, es bastante peculiar, porque la monogamia es la democracia, casi el socialismo, aplicado al mercado sexual/sentimental. Decretar que un hombre solo puede tener una mujer, y una mujer solo puede tener un hombre, en exclusiva y para toda la vida -con las excepciones muy excepcionales que se han dado en nuestra civilización- no hace más que asegurar que los individuos menos atractivos de uno y otro sexo -el proletariado sexual, por así decir- tengan una buena oportunidad de tener una vida sexual y sentimental plena e hijos propios.

    En ausencia de esa norma social, el sexo toma derroteros muy distintos de los que sueñan con una humanidad igualitaria, como es testigo la historia, la antropología o la mera observación de especies animales cercanas a la nuestra. La regla fuera de la monogamia no ha sido la comunidad sexual indiferenciada sino, por abrumadora mayoría, la poligenia, es decir, el hombre triunfador -el macho alfa- y sus mujeres.

    Para encontrar casos de poliandria -una mujer y varios maridos- hay que irse a alguna tribu perdida -y atrasada hasta el neolítico- de Tibet o China. Es decir, que las hembras menos atractivas quedan como mujeres de tercera de un varón poderoso y los varones menos atractivos quedan, sencillamente, a dos velas.

    Y si el común, la inmensa mayoría, no tiene seguridad emocional ni mucho menos una paternidad segura, los incentivos para generar capital -producción más allá de la necesaria para el propio consumo- son nulos, y sin capital no hay innovación ni formación de riqueza ni, en suma, civilización.

    La izquierda -la progresía, mejor, que engloba también a la derecha boba- es una ‘nostalgie de la boue’, nostalgia del barro, idealización del primitivismo, algo que puede resultar muy romántico para tuitear sobre ello, pero que deja de serlo súbitamente en el momento en que nos quedamos sin wifi.

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