
¿Han oído hablar de Pokémon Go? Es la locura, superando ya en tiempo medio de uso diario a Facebook y disparando la cotización de la empresa, Nintendo, un 25% en un solo día. El juego usa un geolocalizador para ‘situar’ a los personajes Pokémon en el mundo real -calles, parques, edificios, playas- donde el jugador debe cazarlos.

Y se me ha ocurrido, leyendo sobre este espectacular éxito comercial que se nutre de una generación de peterpanes, que el juego es la imagen perfecta de Occidente, un montón de adultos aniñados persiguiendo monstruos que no existen realmente: homofobia, xenofobia, heteropatriarcado, sexismo, islamofobia, fascismo.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPero para que la imagen fuera perfecta tendríamos que situar detrás de cada jugador una amenaza real que, inmerso en el juego, es incapaz de ver.
Hoy van a disculparme. Hoy suplico la indulgencia de mi lector si esta columna no sale bien hilada; apenas acierto a ser muy coherente cuando me hallo, como ahora, bajo la fascinación de un nuevo terror como el de hace unos días.
No, no me refiero al terror causado por Mohamed Lahouaiej Bouhlel al volante de aquel camión blanco por el Paseo de los Ingleses de Niza asesinando a hombres, mujeres, ninos a los que la muerte sorprendió en un momento de celebración y alegría- al grito, tristemente habitual, de «Alahu akbar!». Las masacres no son precisamente una novedad en la historia de la humanidad, verdadero catálogo de barbaridades si se mira desde ese ángulo, al menos desde Atapuerca.
El horror ha sido la respuesta de Occidente: darle la espalda al camión del yihadismo que se abate sobre nosotros y lanzarnos a cazar nuestros monstruos Pokémon
No. El horror fascinante y novedoso es nuestra reacción. Nuestra respuesta pública, oficial, ha sido darle la espalda a lo evidente, darle la espalda a lo que sabemos, a lo que se repite con siniestra regularidad en los últimos años; darle la espalda al camión, por así decir, que se abate sobre nosotros, y lanzarnos a cazar furiosamente nuestros monstruos Pokémon, que solo existen en nuestros dispositivos móviles.
En unas horas de hojear las redes sociales ya me he enterado de que la culpa del ataque de Niza la tiene Aznar y el trío de las Azores, la tiene el machismo, la tiene nuestra deficiente voluntad de integrar a los inmigrantes islámicos, la tiene el Cristianismo, la tiene la islamofobia…

El periodista Enrique Maestre nos alerta de que culpar al islam es justo lo que el IS anhela más que nada («su mayor victoria»), lo que no tiene demasiado sentido en este caso: ¿está diciendo en serio que Mohamed se lanzó en su camión en lo que sabía que sería su último viaje, matando indiscriminadamente a mujeres y ninos y haciéndose matar para que sus correligionarios nos cayeran mal? ¿Se imaginan a alguien haciendo eso, les parece psicológicamente probable? Y no valen retorcidas conspiraciones aquí, porque a los suicidas no se les puede comprar.
Cuando yo era pequeña, la progresía hablaba despectivamente de «culpa católica». La culpa era un sentimiento horrible que nos habían inculcado los curas, y todas las piscoterapias de la época tenían por fin principal y curalotodo eliminar el sentimiento de culpa del supuesto enfermo. Ellos habían venido a liberarnos de la culpa, que es lo que no nos dejaba ser felices y por lo que la sociedad tenía esas cosas tan feas, como capitalismo y eso.
¡Cómo ha cambiado la canción! Ahora la culpa es su arma para inmovilizarnos. Apenas tenemos derecho a llorar cuando nos matan en masa, porque es nuestra culpa. La culpa de nuestro colonialismo, de nuestras guerras por el petróleo, de las Cruzadas, de nuestra… Bueno, no voy a repetirme, lean unos párrafos más arriba.
Hace unos años, cuando era más joven e inexperta, esta columna se hubiera centrado probablemente en despejar esos mitos, en ridiculizar con ingenua impaciencia esas relaciones en las que nadie cree de verdad, a las que solo mueve el interés táctico e ideológico de una parte y el miedo y el postureo de los demás. Pero, ¿saben qué? Que me importa un bledo.
Me importa un bledo la culpa.
Un rábano
Un pimiento.
Y, sí, también eso que están ustedes pensando me importa quién tiene la culpa.
Porque no es un debate televisivo, ni siquiera político.
Porque «tener razón» puede ser más o menos importante, más o menos urgente, cuando se trata de cosas algo menores. No cuando te atacan. No cuando te quieren matar.
Si alguien se abalanza sobre usted con intenciones inequívocamente homicidas por la calle, no se para a pensar: «Pues el caso es que la cara me suena. Pobre hombre, tendrá motivos para odiarme, seguramente le traté mal». No. Eso, si acaso, vendrá después. Lo primero es defenderse, a toda costa, con cualquier medio. Porque la primera ley es la supervivencia.
Occidente no se defiende, ni siquiera es capaz de permitir que el instinto de conservación le salve la vida
Y esa es la fascinación de la que hablaba. Occidente -definido por sus grandes medios, sus líderes de opinión, sus gobernantes- no se defiende. Ni siquiera es capaz de pronunciar el nombre de lo que le ataca. Ni siquiera es capaz de atar cabos, de permitir que el instinto de conservación, si no una facultad más elevada, le salve la vida in extremis.
Al contrario. Se quitan la palabra unos a otros para advertir del peligro de reaccionar. Para convencernos de que la verdadera amenaza son los grupos que se atreven a señalar el mal, de nombrarlo. Para asegurarnos que nada desea tanto el enemigo como que nos defendamos. Para distraer nuestra atención del camión que se nos viene encima a toda velocidad.
Para, en fin, poner en nuestras manos colectivas un aparatito con la app de Pokémon Go y lanzarnos a cazar monstruos que no están ahí.