Cruda realidad / La ideología sin nombre

    Quienes defienden que el sexo puede cambiarse a voluntad aseguran que no hay nada de relativo en la condición homosexual, y que es perverso alterarla aunque lo pida el interesado. Pero un filósofo, Miguel Ángel Quintana, afirma que la Ideología de Género no existe.

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    Dibujos de alumnos de Primaria que ya están siendo adoctrinados en las aulas / HO
    Dibujos de alumnos de Primaria que ya están siendo adoctrinados en las aulas / HO

    La primera vez que leí una cita de Confuncio en la que el arquetípico sabio chino decía -o le hacían decir, que vaya usted a saber- que la primera condición de un buen gobierno era restablecer el significado correcto de las palabras, la frase, lo confieso, me sonó a chino. Las palabras son las palabras, y aunque podamos usarlas con un sesgo u otro, nos valen para mantener una discusión.

    Ah, qué joven era entonces, y qué razón tenía el chino. Desde entonces acá la realidad del debate público no ha hecho otra cosa que confirmar, acrecentando a mis ojos su sabiduría, las palabras de Confucio.

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    Si les resulta demasiado oriental, piensen en Orwell y su ‘Newspeak’ (o neolengua). Si no tienes la palabra, no tienes el concepto; si la palabra está mal definida, no puedes hacerte entender. No hay modo de argumentar sobre un fenómeno con alguna eficacia hasta que le has dado un nombre.

    Y eso es lo que ha hecho la Iglesia -y gente que abomina de la Iglesia, también- con la llamada ‘ideología de género’, que el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz pretende que no existe…, antes de citar a los autores que la exponen.

    Evidentemente, Quintana no pretende que no exista, o lo pretende de modo artero, después de citar a Butler et al. Es, sin más, una argucia retórica para reprochar a la Iglesia, por dar un nombre a lo que, supuestamente, nadie llama así, de errar el tiro. Pero el tiro es de los más urgentes y certeros que pueden darse hoy.

    Dice Quintana que el uso de la palabra ‘género’ es necesaria más allá de la muy socorrida y biológicamente comprobable ‘sexo’, porque «a eso que nuestra sociedad nos dice (o, más a menudo, nos impone) sobre qué significa en realidad ser mujer, ser hombre, sentirse atraído por alguien de tu sexo o del otro, etcétera, a eso tan variable entre las diferentes culturas de la Tierra (mientras que el sexo es siempre el mismo, o XX o XY o unas  pocas combinaciones más), se le llamó enseguida “carácter” (Otto Weininger) o “temperamento” (Margaret Mead), hasta que finalmente, en los años 50, triunfaría el término “género” (gender en inglés), de John Money».

    Oh, bueno, es curioso que el filósofo encuentre tan necesaria la palabra género, de definición confesamente lábil, y critica a la Iglesia por haber añadido a la misma «ideología de», de cuya existencia tenemos una experiencia, como poco, tan clara y constante como del dichoso género.

    Y no es menos significativo que el inventor del término -no en general, sino aplicado a esta moda de definirlo ‘ad libitum’- sea el doctor Money, que basó su prestigio en un caso, el de John/Joan Reimer, que fue lo más parecido que puede darse a una refutación viva de sus tesis.

    Si un empleado de una empresa neoyorquina se refiere a un cliente con un ‘género’ con el que no se identifica, tendrá que pagar 150.000 dólares. Mucho dinero por algo que no existe

    Para Quintana, el término Ideología de Género -permítanseme las mayúsculas- es un hallazgo no mucho menor del de ‘Cultura de la Muerte’, y ambos están íntimamente relacionados.

    Para su tesis ‘a contrario’, Quintana necesita ridiculizarlo haciendo referencia burlona a cuestiones de cuarto de baño, cuando es incluso más fácil reírse de esta versión especialmente emponzoñada del relativismo refiriéndonos a tipos barbados y de aspecto de leñadores canadienses que se llaman John y con los que en la ciudad de Nueva York pueden pagar una multa de 150.000 dólares si no aciertas con su, ejem, ‘género’.

    Ahí tiene el profesor Quintana un ejemplo de esa ideología que pretende que no existe, en la forma más concreta y con consecuencias crematísticas: si un empleado de una empresa neoyorquina se refiere a un cliente con un ‘género’ con el que no se identifica, tendrá que pagar 150.000 dólares. Mucho dinero por algo que no existe.

    En realidad, no solo existe, sino que es uno de los pilares esenciales, quizá el más importante, de esa enfermedad difusa que nos destruye y de la que el mismo Quintana ha sido alguna vez crítico cuando actúa en otros ámbitos.

    Puede llamarlo ‘pensamiento desiderativo’ o puede calificarlo en el original inglés, ‘wishful thinking’, es decir, la idea de que es real lo que queremos que lo sea.

    Quintana recurre a un expediente de manual para disolver el sexo -su significado, más bien, o su operatividad como término genérico (je)-, que no es otro que recordar que las distintas sociedades humanas han dado interpretaciones distintas sobre lo que se espera de cada uno de los dos sexos.

    Realmente, se queda en detalles que, siendo otra la discusión y más favorable el filósofo al término en cuestión, podría destrozar el propio Quintanta en dos ironías, pero en este caso le valen por nimias que sean, y son nimias porque lo que llama la atención es, precisamente, la uniformidad de la consideración de los sexos en distintas culturas en lo que importa, fundamentalmente que las mujeres parimos, con todo lo que conlleva.

    Todo lo que plantea Quintana, de aplicarse a cualquier otro aspecto de la vida social, lo volvería inoperativo, en el sentido de que sobre cualquier otro aspecto -desde la libertad a la propiedad privada- son igualmente cuestionables con idéntico aparato de citas y autores.

    El relativismo es el enemigo, pero ni siquiera la modernidad es totalmente relativista, solo relativamente, si se me admite el juego de palabras. Quienes defienden que el sexo -disculpen: el género- puede cambiarse a voluntad, tienden a ser los mismos que aseguran que no hay nada de relativo en la condición homosexual, y que cualquier intento por alterarla, aunque sea a petición del interesado, es perversa. Ya ven, no todo es tan fluido.

    La Ideología de Género es la puntilla de un proceso para acabar con una lealtad natural que le hace sombra al poder: la familia

    La ideología de género es la puntilla de un proceso específico para acabar con una de las dos únicas lealtades naturales que le hacen verdadera sombra al poder, que no puede cooptarla como puede hacerlo con la llamada ‘sociedad civil’: la familia.

    La Revolución Sexual iniciada en los años 60, como nos recordaba recientemente Fernando Paz en estas mismas páginas, ha tenido el efecto social -civilizacional, si se quiere- de un bombardeo atómico, y la ideología de género viene a disolver los restos.

    Incluso desde el punto de vista práctico, siguiendo el principio jurídico ‘de nimis non curat lex’, parece un poco exagerada esta atención que muestran nuestras élites por legislar al dictado de una minoría exigua, que si pequeña es la proporción de homosexuales, la de transexuales es casi anecdótica.

    No es anecdótico, en cambio, el daño que puede hacer la evangelización pedagógica de esta idea de que ser «nino» o «niña» es enteramente voluntario y cambiable sin problemas.

    Habla Quintana de libertad, pero como no me parece en absoluto un ingenuo, debo concluir que la ingenuidad que despliega es fingida. No hay tal. El poder siempre tiene una dogmática, y su neutralidad es un mito en ocasiones útil, como la presunción de inocencia o la personalidad jurídica de las corporaciones.

    Quintana no puede ignorar que esa ideología que no existe se enseña en los colegios y ante ella no hay objeción de conciencia que valga. Que la disidencia se castiga, ya desde un acoso muy real de los grupos LGTB, ya desde instancias oficiales como la Comunidad de Madrid presidida por Cristina Cifuentes.

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