Lo leí en la revista XLSemanal del pasado domingo: los adolescentes –o, más bien, casi ninos- comienzan con el botellón a los 13 años. Tres de cada cuatro menores beben alcohol habitualmente en nuestro país, y medio millón de ellos se emborracha cada mes.
El problema ya es conocido, porque los medios de comunicación se encargan de recordárnoslo con cierta frecuencia. “Los datos son muy preocupantes, porque a esa edad el consumo debería ser cero”, señala un médico en el reportaje.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraTodos, padres, educadores y políticos, se llevan las manos a la cabeza y tratan de buscar una solución que parece no llegar. Como de costumbre, nuestros dirigentes no saben qué salida darle al problema y, de nuevo, como de costumbre, se apresuran a remendar un parche que arregle el descosido, proponiendo un endurecimiento de las penas y que actúe la Policía.
Una vez más, que el problema lo solucione otro, que eso de tomar el toro por los cuernos no va con nuestros políticos.
Con los ninos y el botellón ocurre lo mismo que con el pirómano: le hemos dado un bidón de combustible y ahora nos lamentamos de que haya incendiado el monte. A los adolescentes,
- Les hemos hecho creer que pueden vivir como si no debieran nada a nadie; como si la autoridad, los valores y el respeto fuesen algo del pasado y felizmente superado.
- La juventud no es para el placer, sino para el heroísmo, según nos dijo Ravelais, y nosotros le hemos dado la vuelta al postulado. Les hemos hecho creer que la juventud es para el hedonismo, el placer sin límites, la experimentación sin barreras, la autonomía del yo por encima de cualquier condicionamiento ético o moral
- Les hemos hecho creer que cualquier cosa que sale de sus manos es arte y está bien, no se vayan a traumatizar y ver su creatividad mermada. El grafitti es arte, el vandalismo es libertad de expresión, la insolencia es espontaneidad.
- Les hemos dicho que el sexo es un juego, que se lancen a saborearlo “cuando ellos se sientan preparados” (siempre el endiosado “yo”) y que no hay consecuencias. O que, para evitarlas, basta con ponerse el condón.
- Les hemos explicado la sexualidad o, más bien, la genitalidad, pero nos hemos dejado en el tintero eso del amor.
- Les hemos cortado las alas propias de la juventud, que te impulsan a buscar lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo que de verdad satisface, y hemos querido llenar ese hueco con valores “light” y aguados.
«Les hemos hecho creer que son como dioses, y que como dioses se tienen que comportar»
- Les hemos puesto en sus manos un smartphone a los diez años, haciéndoles creer, nuevamente, que se trata de un juguete.
- Hemos permitido, con nuestra condescendencia y complicidad, que los medios de comunicación les intoxiquen y les construyan una escala de valores, sin enseñarles a consumirlos de modo crítico.
- Hemos borrado de sus horizontes cualquier valor trascendental, regalándoles como lema de vida aquello de Carpe diem, aprovecha el momento, aquí y ahora, sin límites, que la vida es corta y se trata de disfrutar por encima de todo.
- Les hemos hecho creer, en fin, que son como dioses, y que como dioses se tienen que comportar.
Y los políticos, después de todo esto que han tolerado, pretenden solucionar el problema del botellón a golpe de multas. El alcohol no es el problema; es el síntoma. El síntoma de una juventud despreocupada a la que le faltan referentes auténticos y motivos que les impulsen a llenar sus vidas.
O, como lo escribió José Luis Martín Descalzo, “entre los catorce y los dieciséis años, todo ser humano normal tiene ese don terrible de poder elegir entre convertirse en un reptante o en un ave de vuelo más o menos poderoso, pero capaz, en todo caso, de remontarse sobre sí misma”.
Ave o reptil. El problema es mucho más profundo que el botellón.