En España hay abiertas polémicas en varias comunidades sobre el uso del idioma español en las escuelas y en las administraciones públicas. La lengua común de todos los españoles, que es también la lengua oficial de toda España, convive con otras lenguas que también son cooficiales en sus respectivas comunidades: el gallego, el catalán, el vascuence y el valenciano.
En un país democrático lo normal en un territorio con dos lenguas oficiales, por lo menos a nivel oficial, debería ser el bilingüismo, no sólo por respeto a la legalidad, sino también –y sobre todo- por respeto a los ciudadanos. Sin embargo, diversas administraciones autonómicas y locales se saltan la ley e imponen el monolingüismo en la lengua regional.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Esta exclusión del español no la hacen sólo formaciones separatistas. El pasado viernes, sin ir más lejos, el PP apoyaba la exclusión del español a nivel oficial en el Ayuntamiento de Ferrol. En dicho consistorio hay vigente una ordenanza municipal que establece como su único idioma oficial el gallego. Esta ordenanza, abiertamente discriminatoria para los hispanohablantes, es todavía más injusta y abusiva en Ferrol porque se trata de una ciudad con una amplia mayoría de ciudadanos que hablan en español.
Se trata, de hecho, de la ciudad con mayor proporción de hispanohablantes de Galicia. Esa ordenanza es abiertamente ilegal, si nos atenemos a la sentencia dictada por el Tribunal Superior de Justicia de Galicia en 2006 sobre otra ordenanza municipal como la ferrolana que estaba vigente en el municipio coruñés de Puentes de García Rodríguez. El Tribunal señaló entonces que establecer el gallego como única lengua oficial de un ayuntamiento supone una vulneración del Estatuto de autonomía de Galicia y de la Constitución Española.
Las violaciones de la ley relacionadas con los idiomas son mucho más crueles cuando toman a los ninos por simples cobayas de proyectos de ingeniería social. En las escuelas de Cataluña, por ejemplo, se impone el monolingüismo en catalán. Los padres no tienen opción alguna a elegir la lengua de escolarización de sus hijos. Igual que en Ferrol, se da la paradoja de que la mayor parte de la poblacion de Cataluña es hispanohablante.
La situación recuerda peligrosamente a la de Sudáfrica bajo el régimen del Apartheid, que impuso el afrikáans en las escuelas negras, vulnerando el derecho de los padres a elegir el idioma de escolarización de sus hijos (la mayoría prefería la educación en inglés, pues abría muchas más puertas en el ámbito laboral que el afrikáans).
Esa situación fue el detonante de los famosos disturbios de Soweto en junio de 1976, en los que la Policía sudafricana asesinó a 566 ninos que se manifestaban contra la imposición del afrikáans en ese barrio de Johannesburgo. Paradójicamente, hoy tanto los partidos nacionalistas como el PSOE y el PP (lo ha dicho también Núñez Feijóo sobre Galicia) asocian el término “Apartheid” con la libertad de elección de idioma en las escuelas, es decir, con el derecho que violaba el régimen del Apartheid y que por fin conquistaron los sudafricanos tras la caída de ese régimen. El mundo al revés.
Las violaciones de la ley relacionadas con los idiomas son mucho más crueles cuando toman a los ninos por simples cobayas de proyectos de ingeniería social.
En Galicia, igual que en otras comunidades, estos abusos se amparan siempre en la excusa de la promoción del gallego, del catalán, del vascuence o del valenciano. A los que defendemos la libertad de idioma se nos presenta, sin más, como “defensores del castellano” o incluso –en el caso de mi tierra- como “enemigos del gallego”.
La situación es tan absurda como si un político te obligase a ir a una determinada función de teatro, so pena de ser acusado de “enemigo del teatro”. Obvia decir que somos muchos los gallegos que defendemos la libertad de idioma y entendemos –e incluso amamos- la lengua gallega. Yo no me considero un defensor de ninguna lengua, más allá de que me guste usarla. Cada uno debe poder educar a sus hijos, hacer sus negocios y relacionarse con la administración en la lengua oficial de su elección. Así se sencillo.
Otra batalla similar nos la encontramos en relación a la religión ampliamente mayoritaria de nuestro pueblo, tan mayoritaria que incluso es mencionada en la Constitución, a pesar de que ésta establece un Estado no confesional. El Artículo 27 de nuestra Carta Magna reconoce a los padres su derecho a elegir la formación religiosa y moral que desean para sus hijos, conforme a sus convicciones. Para garantizar el ejercicio de ese derecho, el Estado ha establecido acuerdos con las principales confesiones religiosas. Los ha firmado con la Iglesia Católica, con las Iglesias evangélicas, con las comunidades judías y con la comunidad islámica.
La razón de ser de estos acuerdos radica en la importancia que tiene el hecho religioso para la amplia mayoría de los ciudadanos. Ese hecho religioso no se limita a manifestarse en el ámbito privado, sino que se plasma en tradiciones sociales muy arraigadas, en las principales fiestas de nuestro calendario, en el mismo hecho de que en España sea festivo el domingo –día del Señor en los países cristianos-, así como en multitud de símbolos públicos (por ejemplo, la bandera de mi tierra gallega lleva por escudo un Cáliz y siete cruces, que hacen referencia a las antiguas provincias de Galicia).
El Artículo 27 de nuestra Carta Magna reconoce a los padres su derecho a elegir la formación religiosa.
Como en otros países, en España hay partidos políticos y organizaciones sociales que son abiertamente hostiles al hecho religioso. Por supuesto, están en su derecho de ver la religión como algo nocivo e indeseable para la sociedad. A lo que no tienen derecho es a imponernos esos prejuicios. Sin embargo, estas imposiciones se vienen dando con demasiada frecuencia. Desde las aulas a los cementerios, los llamados “laicistas” han declarado la guerra a toda expresión de esa religiosidad mayoritaria de los españoles, incluso llegando al extremo de vulnerar los derechos constitucionales de los creyentes.
Esa vulneración es la que se produce cuando el PSOE, IU o Podemos proponen, por ejemplo, desterrar la religión de los centros de enseñanza, lo que implicaría violar el citado derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que desean para sus hijos. En el ámbito público, la campaña anticatólica de la izquierda se ha traducido en un empeño fanático por borrar cualquier símbolo religioso de la vida pública, algo que necesariamente genera conflictos en un país que es histórica y culturalmente cristiano. Se da la circunstancia, eso sí, de que las embestidas laicistas siempre se lanzan contra los católicos, pero no contra las demás confesiones religiosas.
Como en el caso de la lengua, lo que molesta parece ser lo que identifica a la amplia mayoría de la poblacion. En el colmo del insulto a la inteligencia, la izquierda justifica a menudo sus ataques a los creyentes acusándolnos de querer “imponer su moral” al resto, incluso utilizando este latiguillo para justificar atroces violaciones de derechos humanos como las que sufren los ninos por nacer.
Creo que va siendo hora de recordar que cuando defendemos la libertad de idioma o la libertad religiosa no estamos defendiendo un idioma ni una religión, sino la libertad. Es insultante que pretendan repartir carnets de demócrata quienes niegan a los demás su derecho a decidir el idioma en el que desean escolarizar a sus hijos, o la formación religiosa que prefieren para ellos.
No tienen autoridad moral para hablarnos de libertad quienes consideran legítimo tratar a los hispanohablantes como ciudadanos de segunda en comunidades como Galicia, Cataluña y el País Vasco. Es indignante que nos hablen de democracia quienes nos imponen sus prejuicios antirreligiosos hasta el punto de pretender que los creyentes no tengamos derecho a influir en la vida pública, como si nuestras creencias dejasen en suspenso, automáticamente, nuestros derechos fundamentales.
Es indignante que nos hablen de democracia quienes nos imponen sus prejuicios antirreligiosos.
Buena parte de los peores crímenes contra la humanidad perpetrados en el siglo XX fueron motivados por los desvaríos identitarios del nacionalismo, por un lado, y por el odio fanático al Cristianismo promovido por el materialismo marxista. Muchos millones de seres humanos perecieron por ello como para que ahora, en países que se dicen democráticos, renunciemos a nuestras libertades para contentar a quienes desean imponernos los mismos prejuicios que motivaron aquellos crímenes.
Si un separatista o un laicista no quieren para sus hijos la educación que tú elijas, son muy libres de elegir otra cosa, pero no tienen derecho a imponerte su odio a tu lengua y a tus creencias. La línea roja que separa la democracia de la tiranía se cruza cada vez que un político se arroga el poder para decidir por los padres lo que es mejor para sus hijos, cada vez que un político se cree con derecho a tratar a los hispanohablantes como extranjeros en su propio país, incluso multándoles por rotular en el idioma oficial de España, y cada vez que un político señala con el dedo a millones de españoles por ser creyentes, imponiendo una mordaza contra sus derechos.
En los 40 años que llevamos de democracia en España esa línea roja se ha cruzado ya demasiadas veces. Va siendo hora de que seamos totalmente intransigentes en la oposición a esos políticos que se empeñan en usurparnos nuestra lengua y nuestras creencias, porque con ellas nos están usurpando nuestra libertad.