Política de adjetivos

    Antonio Velázquez reflexiona sobre el nuevo mundo que quiere crear Alberto Garzón para que España sea más justa, digna y democrática.

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    alberto garzon
    El líder de IU, Alberto Garzón / EFE.

    El nuevo país más justo, más digno y más democrático que quiere Alberto Garzón esconde la misma inconcreción melosa que la paradoja que usaba aquel joyero de Lyon llamado Alphonse Augis para vender sortijas: “te quiero más que ayer pero menos que mañana”.

    Si algo puso de moda el 15-M, aparte de recrear el Woodstock en céntricas plazas, fue el gusto por adjetivar todo logro pasado. Garzón, como Iglesias y esta nueva estirpe de neocomunistas de salón salidos de aquellas acampadas, vienen tan vacíos de novedades que se han entregado a practicar una suerte de lírica política cursi con pretensiones revolucionarias.

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    Porque ese país más justo, más digno y más democrático existe ya en lo sustantivo. En lo adjetivo, no existirá jamás. Es como la zanahoria delante del burro. Una aporía insoluble. Perfecta para vender motos a los incautos. Perfecta para el fast food de aquellos que morirán con las anteojeras de la ideología puestas. Para todo lo demás, mastercard.

    Me regocija este infantilismo presuntuoso de la izquierda pija, soy así de malo. En el fondo sé que tanto postureo de chapita lleva la catástrofe escrita en la frente. El mundo es más complejo, diverso y rico en matices de lo que se piensan, y desde luego se resiste a encajar en los estrechos márgenes que traza el tiralíneas de las quimeras.

    Para construir ese nuevo mundo que quiere Alberto Garzón hace falta un papá Stalin

    Para construir ese nuevo mundo donde nadie diga tacos, las mujeres piensen como hombres y viceversa, los empresarios se conformen con un salario mínimo y los pobres vivan como burgueses; donde no haya más banca que la del Monopoly, ni accidentes, ni violencia, ni guerras, ni virus sin documentar; donde la iglesia sustituya la cruz por un logo de Mariscal; donde los ninos reciten a Habermas y se cuadren ante un Estado sin bandera, sin himno, sin historia; donde todos reciclemos hasta las uñas de los pies, levitemos de puro solidarios y donde, emancipados de nuestra naturaleza defectuosa, nos neguemos a morir si no lo manda el ministro del ramo.

    Para construir ese mundo, decía, hace falta un papá Stalin dispuesto a purgar a los díscolos como solo él sabía hacerlo. Pretenderlo en una democracia es imposible. Pero no por imposible deja de ser peligroso.

    El Bien Común descarta, por lógica, las revoluciones, las utopías, los nuevos mundos. No exige de ningún político que invente la pólvora. Solo que gestione bien el dinero público, legisle sin olvidar a quien se debe y siembre concordia y no discordia en aras de la paz social. Básicamente, eso. Todo, como ven, muy sustantivo.

    Hay partidos empeñados en reeducar al ciudadano libre y alimentar el gusto sentimental de la masa

    Pero hay partidos empeñados en reeducar al ciudadano libre y alimentar el gusto sentimental de la masa, siempre dispuesta a saldar viejos escozores de clase cuando le aventan el revanchismo con bellas palabras. Especialmente con adjetivos. Barroco en estado puro: justo, digno, democrático, solidario, igualitario, real…

    La parusía marxista-leninista que creímos superada tras la caída del muro ha regresado reconvertida en una canción de John Lennon. Imagine. El problema es que imaginar es un acto extremadamente subjetivo, y por muy hegelianos que nos pongamos, ningún pueblo sueña la misma cosa. El Bien Común es algo más que una suma. Tiene algo entre la mística y la matemática que es difícilmente comprensible para quien divide el mundo entre buenos y malos.

    Un programa radical violenta el orden existente y fractura la sociedad

    En una democracia sana, los partidos políticos no pretenden revoluciones encubiertas. Porque por muy democráticamente que se haya vencido en las urnas, un programa radical violenta el orden existente y fractura la sociedad. Si el Bien Común deja de ser el leitmotiv de un gobierno, si los intereses particulares, de grupo o ideológicos priman sobre los de la nación, algo grave comienza a desmoronarse.

    Después de las elecciones municipales y autonómicas estamos viendo en qué deriva la lírica política de estos nuevos partidos con aspiraciones mesiánicas: en un intento revanchista de subvertir el orden, untar a los afines y maltratar al resto de los ciudadanos con imposiciones ideológicas. El Bien Común les importa muy poco. Solo el adjetivo. El gesto. La chapita.

    Por suerte, sin pistolas Makarov estos mundos experimentales no suelen durar mucho. Otra cosa es el daño que hagan en su corta existencia.

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