Samuel Huntington, el trumpismo y la identidad norteamericana

    ¿Ha supuesto el triunfo de Trump el último coletazo de la América de Norman Rockwell, el país homogéneo de mediados del siglo XX? ¿Se resiste EE.UU. a dejar de ser una nación?

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    Imagen promocionada por Coca-Cola para celebrar la aprobación del matrimonio gay en EEUU. / Twitter Coca-Cola
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    En su discurso de toma de posesión, Donald Trump repitió muchas veces “America first”, suscitando la rechifla de la opinión ilustrada, siempre despectiva hacia el zafio nacionalismo chauvinista. Y, sin embargo, para alcanzar la perspectiva histórica adecuada, el mensaje de Trump debe ser comparado con un discurso inaugural anterior: el de Clinton en 1993. La escritora Maya Angelou recitó entonces –como parte de la ceremonia- un poema que mencionaba a veintisiete grupos subnacionales (raciales, religiosos, tribales y étnicos: asiáticos, judíos, hispanos, negros, árabes, esquimales…), pero no al pueblo norteamericano. Sin nombrarla, Angelou execraba implícitamente a la América blanca por su “lucha armada por los beneficios” y su “siembra sangrienta de cinismo”.

    Me pregunto qué posición habría adoptado frente al trumpismo Samuel P. Huntington. Conocido sobre todo por su Choque de civilizaciones (1996), Huntington, fallecido en 2008, publicó en 2004 una jugosa reflexión sobre EE.UU. titulada ¿Quiénes somos?. El profesor de Harvard partía de una tesis fuerte: las identidades nacionales han sido centrales en la configuración de la civilización occidental. En el mundo islámico, la lealtad identitaria se distribuye según un patrón con forma de U: fuerte en los dos extremos (el local-tribal y el universal: la umma o comunidad mundial de creyentes) pero débil en el centro (el Estado-nación). El patrón occidental, en cambio, solía ser una U invertida: sentimiento de pertenencia débil o inexistente en los niveles local y universal, pero potente en el nivel intermedio de la nación. El Estado-nación es el marco político e identitario que presidió el período de máximo florecimiento y hegemonía occidental (digamos los siglos XVIII y XIX, y el XX hasta las guerras mundiales). Dividido en naciones, Occidente alumbró frutos como la ciencia moderna, la democracia representativa, los derechos humanos, la revolución industrial-capitalista, el alargamiento espectacular de la esperanza de vida, la emancipación de la mujer, la abolición de la esclavitud (en la segunda parte de ese periodo, tras haberla practicado intensamente en el primero)… También, justo es decirlo, dos guerras devastadoras.

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    La anécdota justamente elevada a categoría: en un partido de fútbol EE.UU.-México jugado en 1998 en Los Angeles, la grada abucheó a los jugadores yanquis

    Huntington diagnostica un proceso de desnacionalización en todo Occidente. Contribuyen a ello la globalización económica, las migraciones masivas, el cosmopolitismo de las élites y las empresas, las comunicaciones modernas que hacen más factible para el inmigrante permanecer en contacto con su cultura de origen… La anécdota justamente elevada a categoría: en un partido de fútbol EE.UU.-México jugado en 1998 en Los Angeles, la grada abuchea masivamente el Star Spangled Banner, enarbola banderas mexicanas y arroja “cerveza y líquidos peores” a los jugadores yanquis (Huntington hubiera podido establecer fáciles paralelismos con otras pitadas del público franco-magrebí contra la Marsellesa, o de la afición del Barça o el Athlétic contra el himno español).

    La afrenta de Los Angeles –impensable en otros tiempos- significa que el melting pot ha dejado de funcionar. Que la identidad nacional norteamericana se está desdibujando, mientras son potenciadas otras identidades sub- o extranacionales: género, orientación sexual, origen étnico, raza… América debería ahora concebirse a sí misma como “un mosaico de comunidades e identidades”.

    ¿Pero acaso no fue eso siempre? No, explica Huntington, que considera necesario desmontar dos mitos. El primero es que “EE.UU. es una nación de inmigrantes”. En su opinión, América fue más bien una nación de settlers, de colonos que en los siglos XVII y XVIII se trasladaban a un territorio considerado tabula rasa (los indios no contaban), animados a menudo por motivaciones religiosas, para construir desde cero la nueva Jerusalén, la ciudad en la colina. Ellos fundaron el país y le imprimieron sus características básicas. Los inmigrantes llegaron después, a partir del siglo XIX. Se incorporaron a una sociedad ya en marcha, un país con una identidad bien definida. Según estudios del demógrafo Campbell Gibson, el 49% de la poblacion norteamericana de 1990 descendía de settlers-fundadores de los siglos XVII y XVIII, y el 51% restante de inmigrantes llegados en los siglos XIX y XX.

    Huntington reconoce que el “credo” es consustancial a EE.UU., pero no es el único ingrediente de su identidad

    El otro mito es que Norteamérica sea “una nación forjada por una idea”: que el único mimbre de su identidad sea el “credo americano” de libertad, igualdad, democracia, emprendimiento, responsabilidad individual… EE.UU. tendría una identidad exclusivamente ideológica, no étnica. Huntington reconoce que el “credo” es consustancial a EE.UU., pero no es el único ingrediente de su identidad. América fue una nación étnico-cultural antes de ser una nación ideológica. El 80% de los colonos del XVII y el XVIII eran de origen anglosajón; el 98% de ellos eran protestantes. Esos fundadores aportaron las bases del ADN de EE.UU., que incluye (o incluía) “la religión cristiana, un moralismo típicamente protestante, la ética del trabajo, el idioma inglés, tradiciones británicas de Derecho, justicia y limitación del poder del gobierno, así como un legado de arte, literatura, filosofía y música europeas”.

    Las sucesivas oleadas migratorias aportaron algunas peculiaridades, pero no modificaron ese ADN fundacional. Hasta la década de 1960, por lo demás, se esperaba del inmigrante la rápida incorporación a esa cultura: se exigía el aprendizaje del inglés, se inculcaba el patriotismo en las escuelas, se aplicaban programas de “americanización”.

    Todo cambió en la década de los 60. Paradójicamente, fue el momento en que el “credo norteamericano” alcanzó por fin su plena realización: la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derechos Electorales terminaban de subsanar la gran incongruencia que la esclavitud primero y la segregación racial después habían supuesto en una nación que decía basarse en “la verdad evidente por sí misma” de que “todos los hombres han sido creados iguales”. Sin embargo, el movimiento pro-derechos civiles, en lugar de declarar cumplidos sus objetivos, siguió adelante, exigiendo ahora “discriminación positiva” y políticas de cuotas raciales en la política, la administración, las universidades… El movimiento feminista le imitó pronto, demandando lo mismo para las mujeres. Siguieron los homosexuales, los indios y esquimales, los hispanos, los miembros de otras minorías raciales… Cuanto más se enfatizaba la identidad sexual, racial o étnica, más se vaciaba y deslegitimaba la identidad norteamericana común. EE.UU. ya no era “la patria de los libres” y la ciudad sobre la colina, sino el escenario de la secular opresión de todos los que no fueran varones WASP heterosexuales. Al inmigrante llegado en las últimas décadas ya no se le anima a aprender la historia norteamericana y el idioma inglés: al contrario, se le facilita enseñanza en su lengua (habitualmente el español: Huntington advierte que EE.UU. puede estar convirtiéndose en un país dividido en dos comunidades lingüísticas, como lo es Canadá) y se le confirma en su “derecho a la diferencia” y al orgullo étnico. En 1992, Arthur Schlesinger Jr. afirmó que la obsesión por la identidad subnacional y la “revuelta contra la cultura anglocéntrica” se habían convertido en un culto y ponía en peligro “la idea original de América como un pueblo con una cultura común”, para subsistir, en el mejor de los casos, como un conglomerado de culturas diversas que sólo comparten el territorio, algunas leyes y, quizás, cierta cooperación económica.

    ¿Ha supuesto el triunfo de Trump el último coletazo de la América de Norman Rockwell, el país homogéneo de mediados del siglo XX? ¿Se resiste EE.UU. a dejar de ser una nación? Lástima no poder contar ya con los análisis de Huntington. Pero la Historia parece estar dándole más la razón a él que al Fukuyama del fin de la ídem.

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    Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de siete libros colectivos; entre ellos, The Threads of Natural Law (2013), Debate sobre el concepto de familia (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014). Diputado de Vox por Sevilla en la XIV Legislatura.