Merecía una película / El Empecinado, héroe de la dignidad

    En vísperas del 2 de mayo, el autor, biógrafo del célebre guerrillero (‘Por El Empecinado y la libertad’) traza para Actuall una semblanza del personaje que se convirtió en el terror de los franceses, cuando un sargento de dragones intentó violar a su novia.

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    Juan Martín Díaz, El Empecinado
    Juan Martín Díaz, El Empecinado

    “Yo no peleo por ambiciosos ni fanáticos; ni por frailes hijos de la superstición y la ignorancia; ni por los grandes y señores, soberbios, haraganes y despóticos. Peleo para que mi nación sea independiente y recobre sus derechos y su libertad”.

    Carta de El Empecinado a la Junta de Guadalajara, 1812

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    En la primavera de 1808 El Empecinado era un labriego de 33 años que podaba viñas y cortaba leña por cuenta ajena en Peñafiel, su tierra natal en la Ribera del Duero. Como buen patriota, asistía estupefacto a la descarada ocupación de tropas francesas que, so pretexto de invadir Portugal para crear un frente atlántico contra Inglaterra, se habían instalado en Cataluña, las Vascongadas y Valladolid.

    Juan Martín, que así se llamaba el labriego, estaba al tanto de los manejos de la Corona. Sabía que Carlos IV había abdicado en favor de su hijo Fernando y que éste había entregado el trono a Napoleón, como protector de España.

    Para el recio campesino aquello era un galimatías que no acababa de entender, pero había algo de lo que sí estaba seguro: si las tropas imperiales seguían campando a sus anchas por España, abusando de la poblacion, el pueblo acabaría rebelándose para recuperar su dignidad. Lo presentía. Había escuchado en Valladolid inflamados discursos de patriotas que hacían levantar el ánimo y crecer la voluntad. Había respirado la rabia de los rebeldes. Él era uno de ellos.

    Juan, sin embargo, no tuvo que esperar al levantamiento de mayo en Madrid para emprender su lucha contra el ejército invasor. En abril, el destino se confabuló para ponerle en bandeja su conversión en guerrillero.

    Sucedió que un sargento de dragones francés apareció por Castrillo, su pueblo natal, con la orden de pedir avituallamiento para los regimientos acantonados en Valladolid. Alojado en una casa del pueblo, el sargento quiso propasarse con la hija de los dueños, pero resultó que la moza era novia de Juan Martín y aquella misma noche, tras defenderse con uñas y dientes del francés y zafarse del mostachudo borracho, fue a contárselo a su hombre.

    A la mañana siguiente Juan esperaba al sargento y su ayudante en una elevación del camino que hoy se conoce como Salto del Caballo. Desde aquel altozano donde se había escondido saltó el castellano con su caballo y se plantó delante de la pareja. Sin mediar palabra disparó su trabuco y le incrustó un pedrusco en la frente al sargento, que lo dejó sin vida. Al otro lo dejó irse para que contara a los oficiales franceses la verdad de lo sucedido.

    Con el cadáver del violador sujeto al lomo de su caballo, entró en Castillo a la vista de todos y lo arrojó a la puerta de su amada. Aquella misma tarde, en compañía de su hermano Manuel y dos de sus primos, se echó al monte. A cazar franceses. Así comenzaba la leyenda de El Empecinado.

    Empecinarse” es empeñarse en algo vivamente; y “empecinado”, aquel que lo intenta por encima de cualquier circunstancia, una y otra vez

    Eligió como apodo de guerrillero el nombre con el que se hizo popular entre los catalanes durante la Guerra del Rosellón, que España libró contra los franceses entre 1793 y 1795. El nombre no era sólo suyo pues “empecinados” se llamaba a los naturales de Castrillo por la pecina pegajosa del río Botijas que atraviesa el lugar, cuyas manchas secas de légamo verduzco, en las patas de las caballerías y piernas de los mozos en busca de cangrejos, eran difíciles de quitar.

    Pero a partir del significado simbólico que le dio Juan Díaz con el ejemplo de su vida, el vocablo tomó carta de naturaleza y entró en el idioma castellano para designar a quienes demuestran tesón, más allá de lo común. “Empecinarse” es, desde entonces, empeñarse en algo vivamente; y “empecinado”, aquel que lo intenta por encima de cualquier circunstancia, una y otra vez (para bien o para mal).

    Cuadro de Sorolla sobre el levantamiento del 2 de mayo
    Cuadro de Sorolla sobre el levantamiento del 2 de mayo

    Juan era un hombre de cuerpo hercúleo y mirada ceñuda, parco de palabras pero cordial, obstinado, muy hábil para moverse entre los montes, carismático, con un coraje que le hacía a menudo ser temerario, famoso por su generosidad con los prisioneros, a los que nunca maltrató.

    Durante las lamentables postrimerías de la campaña del Rosellón ya había formado su propia partida y sabía cómo actuar. En esa guerra estúpida que emprendió el conde de Aranda contra la República francesa y terminó Godoy con una vergonzosa claudicación, el joven Empecinado pudo respirar el aire de mando del Estado Mayor y aprender de cerca el oficio de general como ordenanza de Ricardos.

    También pudo comprobar que los grandes ejércitos tienen puntos débiles cuando están en campaña, flancos desguarnecidos por donde pierden efectividad. Y, lo más importante, tomó nota de la forma de actuar de los miquelets, un somatén civil armado que ayudaba al ejército francés mediante emboscadas y asaltos por sorpresa.

    Antes de que acabara la contienda, pidió permiso al general Ricardos para formar una partida y combatir a los franceses que habían cruzado la frontera catalana. Allí, en el Ampurdán, el joven castellano puso en práctica la táctica de la guerrilla que tan buenos resultados había dado siglos atrás contra cartagineses y romanos. En poco tiempo, sus acciones audaces y la facilidad que tenía para escapar le dieron fama y la gratitud de la poblacion.

    Cuando en 1808 se juró a sí mismo que defendería su patria de la tiranía napoleónica, ya sabía cuál iba a ser el método a seguir. La táctica de guerrillas hacía un daño incalculable al enemigo porque interceptaba correos con información estratégica, capturaba convoyes de avituallamiento y pertrechos, destrozaba la retaguardia, desazonaba al Alto Mando imperial y destruía la moral de los gabachos.

    Juan Martín sabía que nunca podría llegar a oficial en el ejército por la vía normal, pues no era hombre de estudios ni pertenecía a ningún linaje, pero siempre informó, colaboró y acató las órdenes hasta integrarse en la estructura militar a partir de 1810, cuando su fama era ya legendaria y fue ascendido a brigadier al mando de diez mil hombres. Empezó la guerra como jefe de una partida de guerrilleros y la acabó como mariscal de los Reales Ejércitos.

    La forja del guerrillero

    En agosto de 1808 la guerra parecía perdida para los españoles. La contundente victoria de Castaños en Bailén, un mes antes, no había conseguido encauzar el impulso de la primera hora. Napoleón destacó nuevos contingentes en la Península y el ejército rebelde se retiró, desmoralizado por las derrotas. Los españoles, apáticos, se dedicaron a las faenas del campo y a guarecerse del tórrido calor de aquel verano.

    Sólo las partidas guerrilleras mantenían en jaque a los franceses. Mina en Navarra, Merino en Burgos, El Charro en Salamanca, Chaleco, El Abuelo y otros, acechaban al enemigo y lo atacaban cuando más confiado estaba.

    En otoño, el número de guerrilleros aumentó enormemente y su eficacia llegó a ser tal que la Junta Central elaboró en diciembre un reglamento específico para las partidas. Los oficiales querían que aquellos enjambres actuaran en coordinación con el ejército y no se dedicaran al pillaje. Una normativa paralela y más severa reguló las Cuadrillas, grupos armados de presidiarios a los que se condonaba la pena si atacaban a los imperiales y que solían actuar como bandas de bandoleros a beneficio propio.

    El Empecinado, por su parte, siempre combatió a los malhechores que se aprovechaban de la situación. Más de una vez, por encargo de una junta o porque lo decidió él mismo, limpió de facinerosos alguna provincia.

    El Alto Mando francés puso precio a su cabeza y el propio Napoleón encargó al general Hugo, padre de Víctor Hugo, que le diera caza

    En agosto Juan y los suyos habían atacado un convoy de 30 carros, en lo que fue su primera acción de envergadura. Las carretas procedían de Madrid, de la Corte del rey José y en ellas había un rico botín en joyas que dio recursos al jefe guerrillero para aumentar su tropa. Al terminar el primer año de guerra, la partida contaba con un centenar de “empecinados” y su caudillo se había convertido en el terror de los franceses, en su enemigo número uno.

    El Alto Mando francés puso precio a su cabeza y llegó a hacer prisionera a su madre para obligarle a rendirse, pero El Empecinado continuó sus ataques y en uno de ellos capturó al mismísimo general Chic, ayudante de campo del rey José Bonaparte, que inmediatamente canjeó por su madre.

    Cuadro de Napoleón Bonaparte
    Cuadro de Napoleón Bonaparte

    El propio Napoleón tomó cartas en el asunto y llamó al general Leopold Hugo, padre del futuro poeta Víctor Hugo, para que diera caza al guerrillero. Hugo se había destacado en Nápoles por su hábil campaña contra la guerrilla en la que había conseguido apresar al temible Fra Diavolo, pero en España no pudo lograr, en varios años de persecuciones, poner cadenas a El Empecinado.

    Y tal fue el duelo entablado entre ellos, que el general acabó por admirar las cualidades innatas del guerrillero y decidió escribirle unas cartas en las que invitaba “a un hombre como vos, tan adornado de cualidades y tan patriota” a pasarse al lado del rey José y la revolución napoleónica.

    A Juan Martín le hacían gracia aquellas cartas seductivas, como las llamaba él, y su respuesta era siempre la misma: “Señor general, tenéis muy buena opinión de mí; yo, sin embargo, la tengo muy mala de vos, pero si queréis combatir del lado de la libertad y los derechos, siempre tendréis un lugar entre los míos”.

    En 1809 la Junta Suprema le nombró teniente de caballería, un parco reconocimiento a su labor y un rango menor para quien ya actuaba como comandante. Al año siguiente fue ascendido a brigadier (general).

    Por entonces, la Junta de Guadalajara le había llamado para defender su territorio. Conquistada Sigüenza, El Empecinado estableció su cuartel general en la formidable fortaleza que corona la villa. Durante dos años más permaneció en tierras alcarreñas, cambiando los parajes de Castilla la Vieja por los de Castilla la Nueva y las cercanías de Madrid.

    Había que yugular las comunicaciones del Ejército francés de Cataluña con la capital y atacar las columnas que cruzaban el territorio, pero El Empecinado no se limitó a Guadalajara, por más que las autoridades locales trataran de exigírselo. En ocasiones volvía a los puertos de Somosierra o se adentraba por tierras de Burgos, Valladolid, Ávila y Salamanca.

    Se movía con inusitada velocidad. Cuando lo creían aquí, aparecía cien leguas allá y si por la mañana lo habían visto en Segovia, por la tarde estaba reclutando jovenes en las cercanías de Madrid. Cuando la Constitución fue aprobada por las Cortes de Cádiz en 1808XXX, liberó Cuenca y convocó a sus soldados para jurar la Constitución en la catedral.

    El guerrillero entró en Madrid, al final de la Guerra de la Independencia, dos horas antes que el general inglés Wellington

    Hasta entonces, Juan Martín había combatido para defender la vuelta de Fernando VII, el Deseado en quien los cándidos españoles confiaban para que gobernase con justicia y equidad.

    Con la promulgación de la Constitución del 12, El Empecinado encontró un ideario al que entregar su lealtad, un cuerpo normativo que contenía sus ideas y que el resumió en una carta a la Junta de Guadalajara en la que justificaba la audacia de sus acciones y la escasa sujeción a las restricciones de los políticos (cuyo extracto aparece al comienzo de este artículo).

    En el cuarto año de guerra, la partida en tablas que se jugaba en el solar hispano se decantó del lado de los españoles. Aliados con ingleses y portugueses, consiguieron liberar Andalucía, Extremadura y desalojar Madrid. El 12 de agosto de 1812, El Empecinado entraba en Madrid, dos horas antes de que lo hiciera Wellington, entre el entusiasmo de la poblacion y el desconcierto del hirsuto general británico que no comprendía que alguien del pueblo llano rivalizara en gloria con él.

    Con el fin de la guerra, volvió Fernando VII de su exilio dorado y pronto se reveló como un monarca artero y desconfiado que volvía a legalizar la Inquisición como herramienta represiva de un trono absolutista entregado a una camarilla de ganapanes madrileños que lo adulaban sin tasa mientras hacían y deshacían a su antojo. El Deseado se convirtió en El Felón, el fementido que tras jurar solemnemente la Constitución la derogó.

    Comenzaron las purgas paranoicas, la política del rencor y las persecuciones a los liberales A los jefes guerrilleros se los despidió sin contemplaciones, pero Fernando no se atrevió con El Empecinado, su gran defensor del principio y héroe aclamado en Madrid en coplas y pasquines.

    La división empecinada fue disuelta y el brigadier, ascendido a mariscal, quedó de cuartel en Valladolid, con su apodo reconocido como patronímico

    La división empecinada fue disuelta y el brigadier, ascendido a mariscal, quedó de cuartel en Valladolid, con su apodo reconocido como patronímico. Su madre y hermanos intentaban convencerle para que abandonara la política. Pero él se sentía obligado por la constitución que había jurado y no dudó en escribir al rey para que la restituyese y cesaran las persecuciones a los liberales constitucionales. De haber sido otro, hubiera sido fusilado después de sufrir tormento.

    Mientras tanto, los ideales liberales vertidos en la Constitución seguían anidando en la conciencia de los idealistas y provocando continuos levantamientos de jovenes oficiales que terminaban con la ejecución de sus cabecillas. Torrijos, Lacy, Porlier y otros pagaron con su vida el rigor absolutista hasta que en 1820 la gesta increíble del coronel Riego se impuso. Su levantamiento en Cabezas de San Juan no tuvo gran éxito al principio pero poco después, en vista de la determinación en su defensa constitucional, las capitanías generales fueron levantándose en su apoyo, una tras otra.

    Fernando VII quiso ganarse apoyos. A El Empecinado trató de ganarlo mediante un soborno por el que le ofrecía el condado de Burgos y un millón de reales. No lo consiguió. La honestidad del antiguo guerrillero era, verdaderamente “empecinada”. Riego tomó el poder y se constituyó un gobierno liberal.

    El taimado monarca, en otro de sus engaños, juró la Constitución pretendiendo estar convencido, mientras en secreto pedía ayuda a los vencedores de Napoleón para recuperar el trono absolutista. Dentro de la Santa Alianza, que vigilaba para que no prosperasen los brotes liberales en la Europa continental, Luis XVIII decidió colaborar con su pariente español.

    Fernando VII
    Fernando VII

    El retornado monarca francés envió a los Cien Mil Hijos de San Luis para restablecer el absolutismo del trono fernandino y al Trienio Liberal le sucedió la Guerra de la Lealtad, la primera contienda civil de la España contemporánea, tan feroz como las demás.

    Esta vez los franceses apenas encontraron resistencia entre la poblacion. Antiguos liberales se hicieron realistas y los demás fueron exterminados o marcharon al exilio. Entre los guerrilleros hubo quienes como el cura Merino se pasaron con armas y bagajes a las filas absolutistas. Al final, El Empecinado quedó solo luchando por la Constitución. Incluso se enfrentó al temible cura, antiguo compañero suyo, venciéndolo.

    Quedaba así intacta su fama de invencible y sin mácula su condición de liberal, antes de que marchara resignado y sin compañía alguna hacia su destino fatal en la tierra que le vio nacer. Antes, había capitulado el Segundo Ejército al que pertenecía y se había negado a tomar el camino del exilio en Portugal, como le rogaban sus hermanos.

    En Olmos, un pueblecito cercano a su Castrillo natal, fue detenido por las fuerzas realistas. Llevado como trofeo a Roa, sufrió una prisión atroz mientras avanzaba su proceso. Dos años duró el tormento en el que no se le ahorraron humillaciones, torturas y privación de alimentos. Al fin llegó la sentencia a pena capital.

    Murió en la horca pero su memoria fue rehabilitada por Espartero, su grandeza moral le entronca con la estirpe de Viriato o El Cid

    Cuando era conducido al patíbulo, aún tuvo arrestos para protestar por morir en la horca en vez de fusilado como correspondía a un militar de su graduación. Cuando vio a su esposa Catalina en primera fila de los espectadores, del brazo de un realista, tuvo lugar su última hazaña.

    Colérico, rompió las cadenas que lo sujetaban y tras quitar una espada a un guardia se refugió en el atrio de la colegiata, que era territorio vedado para las fuerzas gubernamentales. Los soldados no hicieron caso de este antiguo privilegio y se le echaron encima con un saco para inmovilizarlo. De esta manera lo molieron a golpes hasta acabar con su legendaria fuerza. Finalmente, de la horca, sólo pudieron colgar su cadáver.

    La memoria de El Empecinado quedó enterrada entre los escombros de aquella guerra fratricida. Pero la grandeza moral del guerrillero, un hombre en quien se reconoce fácilmente la estirpe de Viriato o El Cid, lo llevó 30 años después al altar de los héroes, cuando sus restos fueron conducidos con toda pompa a la catedral de Burgos, su memoria fue rehabilitada y el Gobierno de Espartero permitió que su nombre adoptado lo heredara su hermano Manuel para sí y sus descendientes.

    El ejemplo de su vida no es otro que la lucha por la dignidad, un combate que hace de él una figura universal. Su mensaje sigue vigente y es, además, totalmente contemporáneo. Luchó hasta la extenuación por los derechos y libertades de todos y su férrea honestidad le impidió verse arrastrado por la corrupción general.

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