Derechos colectivos, servidumbre individual

    Sólo hay derechos de las personas, del mismo modo que sólo hay pensamientos y sentimientos individuales.

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    Manifestación de Galicia Bilingüe / Paco Redondo

    Alicia Rubio, la autora de Cuando os prohibieron ser mujeres… y os persiguieron por ser hombres, ha sido destituida de su cargo en un Instituto por escribir este libro, en nombre de una ideología que supuestamente defiende los derechos de las mujeres. La paradoja sólo puede sorprender a quienes siguen comprando esa mercancía adulterada de los discursos de emancipación.

    Cuando se habla de derechos colectivos, se preparan las tiranías futuras. Y no podría ser de otro modo, porque los derechos colectivos son entes tan imaginarios como la inteligencia colectiva o la voluntad general: no existen ni han existido jamás.

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    Sólo hay derechos de las personas, del mismo modo que sólo hay pensamientos y sentimientos individuales. El colectivo, por el contrario, es a menudo el pretexto para la servidumbre del individuo, para someter al ser humano concreto, de carne y hueso, a la tiranía de la masa, embellecida como abstracción filantrópica.

    Los derechos de los trabajadores: una excusa para restringir la libertad de contratación de los individuos y para obligarlos a participar en huelgas mediante coacciones directas de piquetes «informativos», armados con palos.

    Los derechos de las mujeres y las minorías sexuales: una entelequia apta para limitar la libertad de expresión tanto de hombres como de mujeres, así como la libertad de los padres de elegir la educación de sus hijos, entre otros atropellos a los derechos individuales, como la presunción de culpabilidad por machismo u homofobia.

    El «derecho a decidir» de catalanes y vascos un descarado medio para coartar los derechos lingüísticos de los ciudadanos

    El «derecho a decidir» de catalanes, vascos, etc.: un descarado medio para coartar los derechos lingüísticos de los ciudadanos y, en el ominoso futuro anunciado por Lluís Llach o Héctor López, perseguir a quienes se opongan a incumplir la Constitución española.

    Anticipo las críticas de los biempensantes de guardia: ¡Ah, pero es gracias a las luchas del movimiento obrero que los trabajadores han conquistado sus derechos! ¡Es gracias al feminismo que las mujeres han conquistado mayores cuotas de igualdad! ¡Gracias a los nacionalistas, catalanes y vascos han conseguido que sus culturas sean más respetadas! E invariablemente, en todos estos casos, una coletilla vagamente amenazadora: “Pero queda mucho por hacer”.

    Sin embargo, todas esas «conquistas sociales» son en realidad conquistas de la libertad individual. Una mujer puede ser hoy en día juez o cirujana porque se la trata como a un individuo, no porque pertenezca a un colectivo liberado. En cambio, en la medida en que se cataloga a las personas en función de su pertenencia a un colectivo de víctimas, su libertad individual (la única que existe) se verá mermada.

    La concepción victimológica de la historia está tan arraigada en la mentalidad moderna, que no es fácil desafiarla. El listado de agraviados de todo tipo no deja de aumentar, en paralelo a la elaboración de una neolengua cada vez más aséptica pero incapaz de ofender a ningún colectivo supuestamente maltratado.

    Todos los victimismos se basan en la misma plantilla: existe una opresión secular, incluso milenaria, de un colectivo (capitalistas, varones, castellanos, etc.) sobre otro (trabajadores, mujeres, catalanes, vascos, etc.)

    Esta injusticia que atraviesa los siglos justifica que el colectivo oprimido pueda ejercer una coacción de signo opuesto, directamente o mediante el Estado, sobre los individuos pertenecientes tanto al grupo opresor como al oprimido, porque estos últimos son traidores a la causa o, en términos marxistas, están «alienados». Tenemos así una verdadera victimocracia, en la que si no eres una víctima no eres nadie, sino más bien al contrario, entras en la lista de sospechosos.

    La plantilla opresor/oprimido tiene una indudable baza intuituva a su favor. Siempre parte de una situación de desigualdad, como por ejemplo que los trabajadores son más pobres que los empresarios; que las mujeres también lo son más que los hombres, y además mandan menos en la empresa y la política; que los catalanes son más… bueno, no son más pobres que el resto de españoles, pero la lengua catalana se habla menos que el castellano, y eso sin duda es debido a la persecución sufrida desde los Trastámara hasta hoy.

    La cuestión es hallar un motivo de agravio, algo de lo cual culpar a otro, a los españoles, al heteropatriarcado o a la burguesía, para sentirse autorizado a exigir los privilegios que sean menester

    Si no es por la riqueza, será por la «visibilidad». La cuestión es hallar un motivo de agravio, de resentimiento, algo de lo cual culpar a otro, a los españoles, al heteropatriarcado o a la burguesía, para sentirse autorizado a exigir los privilegios que sean menester, y poder atropellar sin escrúpulos a quien se interponga en nuestro camino.

    Lo cierto es que las desigualdades son en gran medida de origen natural y espontáneo. Nadie tiene la culpa de que en el paleolítico se produjera una división sexual del trabajo, con obvios fundamentos biológicos. Evidentemente, ello no determina que una mujer o un hombre (¡individuos, en cualquier caso!) no puedan elegir indistintamente cualquier actividad, incluidas aquellas tradicionalmente asociadas a un determinado sexo. Somos humanos precisamente porque tenemos la capacidad de trascender, hasta cierto punto, nuestra naturaleza animal.

    Pero trascender la biología no tiene nada que ver con negarla, lo que sería tan absurdo como negar la física o la química. Negar la realidad es en sí mismo despótico, porque implica obligar a los demás a participar de una ficción. Sólo si asumimos lo que somos, podemos tomar una decisión auténticamente libre. ¿Es lícito que una mujer renuncie a la maternidad por una carrera profesional? Sin duda. Pero su decisión sólo tiene verdadero valor si es consciente de aquello que sacrifica, no si pretende justificarla denigrando la maternidad.

    Por supuesto que las injusticias han existido y existen. Mujeres de gran talento a las que se impidió desarrollarlo, obreros explotados por patronos codiciosos, catalanes que soportaron el vejatorio «¡hábleme en cristiano!» durante la posguerra. Sobre esas injusticias sufridas por individuos, a manos de otros individuos, es fácil erigir un relato de opresión colectiva, de lucha de clases, lucha de sexos, o de trescientos años de «ocupación» castellana.

    Ahora bien, esas construcciones ideológicas parten de una falacia, que es confundir desigualdad empírica e injusticia. La desigualdad, bien es cierto, puede originar injusticia. El desprecio e incluso la hostilidad hacia el diferente, hacia el desigual, tan arraigados en nuestra especie, sirven a menudo de punto de partida para no reconocer en el otro su condición humana. Pero la desigualdad no es la injusticia per se, no deriva de una injusticia original, al contrario de lo que afirmó Rousseau.

    Hay una desigualdad previa y evidente entre los sexos, así como entre todos los individuos y todas las culturas, que procede de la misma naturaleza de las cosas

    Hay una desigualdad previa y evidente entre los sexos, así como entre todos los individuos y todas las culturas, que procede de la misma naturaleza de las cosas; que es inevitable y además enriquecedora. Dijo Amin Maalouf que las identidades matan, pero esto no es exacto. Lo que mata es no ver más allá de ellas, y ese error lo cometen tanto los identitarios como los que pretenden eliminar toda identidad nacional, religiosa o sexual, creyendo que la causa de todos los males está en la creencia en Dios, la familia o las fronteras.

    El hombre moderno, al haber perdido la noción de la igualdad esencial de todos los seres humanos ante su Creador, ha concebido la peregrina idea de darse a sí mismo la igualdad, combatiendo las desigualdades visibles. Ha olvidado el auténtico sentido de la palabra, y por ello la igualdad que quiere imponer sólo puede ser una parodia desquiciada y tiránica, un mero ídolo.

    Mientras no admitamos esto no haremos más que seguir cultivando odio y resentimiento, porque cualquier desigualdad visible será vista como un signo de injusticia, y por tanto valdrá como pretexto para la interminable vendetta de las injusticias futuras.

    Por eso quienes ponían tanto empeño teórico en la defensa de la igualdad, como eran los comunistas, incurrieron en los mismos crímenes que aquellos que sostenían un discurso opuesto, basado en la desigualdad racial. Lo que más se parece al odio a los desiguales es el odio a la desigualdad.

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    Barcelona, 1967. Escritor vocacional y agente comercial de profesión. Autor de Contra la izquierda (Unión Editorial, 2012) y de numerosos artículos en medios digitales. Participó durante varios años en las tertulias políticas de las tardes de COPE Tarragona. Es creador de los blogs Archipiélago Duda y Cero en progresismo, ambos agregados a Red Liberal.