¡Ah, qué tiempos aquellos en los que el mantra de los ingenieros sociales era «¿en qué te afecta a ti que puedan hacer X?; no lo hagas tú, vive y deja vivir»?
Pero, no: ellos no nos van a dejar vivir. Leo que una ONG ha llamado en Gran Bretaña a la policía acusando de ‘delito de odio’ a un profesor que se refirió con los pronombres equivocados a un alumno -un niño- supuestamente ‘transgénero’.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraRelean el párrafo anterior y díganme si podían suponer que íbamos a llegar tan deprisa a una anarcotiranía tan orwelliana. Ayer solo pedían tolerancia y respeto; hoy llaman a la policía por ‘confundir’ un pronombre y referirse con el sexo obvio a un niño.
La ONG en cuestión se llama Mermaids (‘Sirenas’), y se dedica a procurar que cualquier niño confuso sobre su identidad sexual haga irrevocable el camino de hormonación y cirugía para el resto de su vida, pese a la estadística mil veces reiterada de que la abrumadora mayoría de quienes en la infancia se identifican con el sexo que les corresponde biológicamente superan esos impulsos espontáneamente a partir de la pubertad.
«Hacerles ingresar en una academia militar el día que dicen que querrían ser soldados, por absurdo que suene, lo es menos que someterles a interminables tratamientos hormonales que condicionarán el resto de su vida»
Que estas cosas sucedan en un mundo caído e imperfecto es solo una desdicha más, como hay tantas. Lo terrible es saber que las autoridades, todo el imponente engranaje de policías, tribunales, parlamentos y ministerios del poder, están al servicio de esa trágica mentira.
A veces se me ocurre, cuando quiero pensar bien, que todo es un gigantesco malentendido que se debe en parte a que tantos de nuestros líderes no tienen hijos; cualquiera que los tenga y los atienda y escuche sabe qué volubles, sugestionables y cambiantes son los niños. Hacerles ingresar en una academia militar el día que dicen que querrían ser soldados, por absurdo que suene, lo es menos que someterles a interminables tratamientos hormonales que condicionarán el resto de su vida.
Ser popular, llamar la atención, es uno de los rasgos típicos del preadolescente, mucho más en nuestra época de omnipresencia de los medios, como también lo es, aunque a veces no lo parezca, lograr la aprobación y el aplauso de los adultos. Y hoy el niño intuye o sabe que proclamarse del sexo contrario al biológico le convertirá automáticamente en una estrella mediática.
Por eso son los niños el objetivo favorito de la progresía que quiere destruir la familia y las relaciones naturales que han sido la base de nuestra civilización.
Mientras escribo esto, llega a mis manos un reportaje aparecido en El País titulado ‘Porno ‘guay’ para niños’, en el que la autora nos conmina a que «expliquemos, filtremos y contextualicemos las pelis para adultos que sí o sí van a ver los chavales». En una sociedad normal, algo así se llamaría «corrupción de menores» y estaría severamente castigado.
Encontrar ‘guay’ la pornografía, no digamos para niños, es la ‘estación término’ de una sociedad. Refleja también eso tan moderno, tan de hoy, de renunciar a la responsabilidad mínima exigible en los adultos y más en las autoridades; ese desánimo generalizado que se refleja en el «sí o sí», como si la pornografía omnipresente fuera un hecho de la vida que es imposible cambiar y que, por tanto, conviene más aceptar y encauzar.
«Actuall existe para decir que son débiles bajo su imagen de fuerza, que la rendición no es una opción y que no tenemos derecho a cansarnos y a dar la batalla de la normalidad por perdida»
Es la estrategia más vieja del libro: convencer a tu rival de que toda resistencia es fútil; de que, de hecho, resistirse solo va a empeorar las cosas. Es común encontrar ese desánimo entre los que se oponen a todo este disparate trágico; yo misma me he unido al coro de los lamentos inútiles, del «no hay salida», del «a esto no hay quien le dé la vuelta».
Y es mentira, sencillamente. Este año cumple el primer centenario de la Revolución Rusa, ese hecho atroz que, más adelante, habría de convertir a medio planeta en una inmensa cárcel. Recuerdo la fachada inexpugnable que ofrecía el llamado Bloque Soviético, la irresistible impresión de constituir una fortaleza que solo podría caer en una espantosa guerra nuclear que acabaría con el planeta. Y cayó en un año como un castillo de naipes.
Actuall existe para decir que son débiles bajo su imagen de fuerza, que la rendición no es una opción y que no tenemos derecho a cansarnos y a dar la batalla de la normalidad por perdida. Porque cuando más seguros estemos de la derrota, todo este edificio imponente de mentiras y coacciones se vendrá abajo corroído por sus propias contradicciones.