Atribuyen a Einstein el dicho de que locura es aplicar siempre idénticos remedios esperando resultados distintos, y en ese sentido podría decirse que nuestro tiempo es particulamente adicto a ese tipo de insania. En la vida corriente, cuando intentamos algo y no sale, probamos otros métodos, pero cada vez que una receta progresista acaba como el rosario de la aurora -es decir, como cualquiera con dos dedos de frente puede prever sin demasiado desgaste neuronal-, la consecuencia nunca es variar de rumbo, sino aumentar la dosis.
Leo que la portavoz de Igualdad del Grupo Socialista, Ángeles Álvarez, denuncia que “en 2017 se han triplicado los casos de menores encausados por violencia de género con respecto a 2008”, tras estudiar los datos facilitados del Gobierno. Y, claro, tras los tres segundos máximos de perplejidad que se permiten los adocenados en una ideología, Álvarez concluye que podría haber «un repunte del sexismo entre los jóvenes”.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraAhora bien, si miramos fríamente los hechos, no es eso lo primero que se nos ocurre pensar. Desde que tengo uso de razón el adoctrinamiento feminista ha ido aumentando a una velocidad uniformemente acelerada, y veo difícil que nadie pueda argumentar que el adoctrinamiento tipo Mao no funciona: funciona de dulce, solo hay que ver a las nuevas generaciones repitiendo como escolares aplicados los mantras con que nos bombardean a todas horas desde todos los ángulos.
No, si el adoctrinamiento funciona -como es perfectamente evidente-, se lleva adoctrinando desde hace décadas y, sin embargo, los casos de menores perpetradores de casos de violencia de género se han multiplicado por tres en diez años, solo caben tres posibilidades: o se llama ‘violencia de género’ a cualquier cosa y se están produciendo muchas más denuncias por razones interesadas; o el sexismo no es el verdadero o, al menos, ni el único ni el más importante factor en la violencia; o, lo más probable, una combinación de ambas causas.
La ley establece el principio de presunción de culpabilidad en el caso de los varones acusados de violencia de género
El progresismo está lleno de silogismos incompletos, porque si alguien los completara advertiría inmediatamente el absurdo y tendría que echar marcha atrás, y estos son de sostenella y no enmendalla. Uno bastante obvio es que si postulamos que las mujeres nunca mentimos o exageramos en estos asuntos -lo que se nos repite también a tiempo y a destiempo, no existen denuncias falsas-, y también que mujeres y hombres son iguales, tanto que se puede pasar de uno a otro sexo ‘ad libitum’, entonces significaría que los varones tampoco mienten.
Y, sin embargo, no conozco ningún grupo progresista que se abone a esta tesis, más bien al contrario: la ley establece el principio de presunción de culpabilidad en el caso de los varones acusados de violencia de género.
La verdad es que las mujeres mentimos como el que más, que los incentivos funcionan y que todo lo que se premia se multiplica. Si me puede reportar alguna ventaja -aunque sea sencillamente la de llamar la atención- acusar a Juanito de violencia de género porque me ha tirado de las trenzas y no corro ningún riesgo haciéndolo, la tentación es muy clara.
Pero de eso hemos tratado a menudo, y es difícil darle más vueltas y sacar algo nuevo en lo que cualquier sociedad conoce perfectamente. No por casualidad hay investigaciones, jueces, jurados, policías, testimonios, pruebas y atestados.
Me interesa más la segunda posibilidad, perfectamente compatible con la primera: la posibilidad de que se pueda no poseer un solo átomo de machismo en todo el cuerpo, que sea posible mantener la visión más igualitaria imaginable y, sin embargo, recurrir a la violencia.
Los niños reservaban su agresividad para descargarla entre ellos y, salvo el caso casi inevitable de las hermanas, por lo común no la empleaban con sus coetáneas
De hecho, no sé por qué nadie lo dice en alto, sobre todo entre quienes han tenido trato regular con niños. A ver, los niños son violentos. Los niveles de testosterona, que entre otras cosas condicionan la agresividad, alcanzan su nivel de segregación más alto hacia los diez años.
Los niños se pegan todo el rato por lo que he expuesto y porque todavía no han aprendido a canalizar su agresividad (tratar de suprimirla por completo, créanme, es fútil o contraproducente). Pero en mi infancia espantosamente sexista, al niño se le imbuía la extraña idea de que las niñas eran distintas, y que, por decirlo con la frase sencilla y sin explicaciones que tantas veces oí de mis mayores, «a las niñas no se las pega».
Mal que bien, la cosa funcionaba. Los niños reservaban su agresividad para descargarla entre ellos y, salvo el caso casi inevitable de las hermanas, por lo común no la empleaban con sus coetáneas. ¡Bestezuelas machistas!
Pero ahora les dicen lo contrario; les dicen que las niñas son en todo sus iguales, y que deben tratarlas exactamente como a sus compañeros. ¿Hay, entonces, algo raro en que hagan con ellas lo que hacen entre ellos? ¿Me he saltado algún paso, hay algo que me he perdido, es lo que digo algo demasiado sutil y complejo, algo que no esté al alcance de las neurones y los ojos de cualquiera, incluyendo a la señora Álvarez?