Gadafi fue bastante gráfico en esto, y ahora es el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, quien encarga a ‘sus’ turcos en Europa ponerse a tener hijos para comernos la tostada. Sin manteca de cerdo, naturalmente.
Nuestros medios -que no son inocentes, ni independientes, ni libres ni van por su cuenta; échenle un vistazo a sus respectivos accionariados- juegan a que colemos el mosquito y nos traguemos el camello. Y, en este caso, el camello es casi literal.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraAl periodista moderno se le acerca un varón del que ni un ciego dudaría de su sexo y le dice:
– Hola, soy una mujer
Y nuestro hombre responde:
– ¡Oh, sí, sin duda! ¿Quién se atrevería a negarlo? Una mujer de los pies a la cabeza.
En cambio, se le presenta un imán o un mandatario musulmán, le jura por Alá que los suyos someterán Europa, por la demografía o por la espada, que llevaremos el velo y que acataremos la sharia, y su respuesta suele ser del tipo.
– ¡Vaya, pues se ha quedado muy buena tarde! (El Islam es una religión de paz. Solo quieren una vida mejor. Se están integrando. Eso otro no es el verdadero Islam).
Parece que les den cuerda y que lleven un mensaje grabado pero, sobre todo, es evidente que, o llevan tapones en los oídos, o sienten tal desprecio por esos tercermundistas que no creen que conozcan una palabra de su propia religión.
Todo el mundo sabe, al fin, que no son los ulemas que han pasado la vida repasando el Corán, la Sira y los ahadith quienes pueden hablar del Islam con autoridad, sino nuestros mandarines, descreídos con nociones semiolvidadas de primaria del cristianismo y absoluto desconocimiento de árabe.
Tanto por nacimientos como por aportaciones exteriores, los musulmanes tienen todas las de ganar
Lo que dice Erdogan, lo que han dicho tantos antes y repiten muchos, se le ocurre al que asó la manteca. La demografía es destino: si hoy nacen 7, dentro de veinte años tendremos 7 personas con veinte años, quitando muertes o aportaciones exteriores.
Pues bien, tanto por nacimientos como por esas aportaciones exteriores -inmigración y acogida de supuestos refugiados-, los musulmanes tienen todas las de ganar. Son habas contadas y no hace falta ser especialmente duchos en aritmética.
Entonces, ¿por qué no es titular de primera? Aún más: ¿por qué se niega, se ningunea, se discute, se oculta y se disuade?
En las élites, la cosa está más o menos clara: quieren un pueblo sin raíces, que es más fácil de gobernar. Las multinacionales quieren mano de obra barata y los bancos quieren acabar con esas engorrosas fronteras que entorpecen su actividad.
Más curioso es lo que mueve a la progresía, de derechas e izquierdas, pero sobre todo de derechas.
La de izquierdas, hemos tenido ocasión de verlo a menudo en estas páginas, se mueve por impulsos destructivos: quiere acabar con esta civilización, y parece darles igual arder con ella con tal de meterle fuego.
Pero, en principio, los liberales no están poseídos por esa pulsión de muerte. ¿Qué les mueve a negar lo obvio, entonces?
Su ideología, naturalmente. Para el liberal, los seres humanos somos bastante intercambiables, como piezas de Lego. Solo existe el individuo, y que se llamé Mohamed, Pedro o Kunta Kinté es indiferente.
Es decir, para el liberal, como para el marxista, la cultura es ropaje, superestructura; y las tribus, los pueblos y las naciones, una ilusión.
Él oye, como nosotros, todas esas vehementes amenazas, todas las encendidas proclamas de los líderes musulmanes a las que, por otra parte, obliga su fe. Pero no las cree. ¡Oh, no es que crea que mienten, no es eso!
Sí cree que piensen lo que dicen, al menos algunos; es solo que no creen que vaya a durar. En cuanto prueben lo estupenda que es la vida en Occidente, cuando hayan hecho la compra en Mercadona por enésima vez, cuando hayan visto el número suficiente de series de Netflix y ediciones de Sálvame de Luxe y hayan suscrito una hipoteca con o sin cláusula suelo, serán uno más de nosotros. Lo otro es folclore, y está muy bien.
El inmigrante de segunda y tercera generación, busca la identidad en un regreso a sus raíces islámicas
Hay solo un pequeño problema: que no es verdad. No ha sucedido, no está sucediendo y nada indica que vaya a suceder.
La fe es importante para muchísima gente y, aunque no fuera la fe, sería la tribu: el liberal suele ignorar que el hombre está tan necesitado de identidad como de pan.
El europeo en Europa, aunque no lo piense; aun, incluso, si la desprecia, tiene esa identidad sin problemas. El inmigrante de segunda y tercera generación, al parecer, la busca en un regreso a sus raíces islámicas.
Lo vemos en las ‘banlieues’ francesas, en los ‘barrios prohibidos’ de Alemania o Bélgica, en los nietos de los pakistaníes en Gran Bretaña.
Occidente se está suicidando, y hasta aquí no hay demasiada novedad: todas las grandes civilizaciones mueren así. Lo anómalo en nuestro tiempo es que la forma de suicidio sea tan evidente y tan poco agradable -no quiero imaginarme al típico moderno ajustándose a la ley islámica- y no se nos permita, siquiera, nombrarla.
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