Ambivalencia del 68, de Praga a París

    Los gauchistes de la Sorbona y Nanterre, aunque se reclamaran de Mao y quemaran la Bolsa, predicaban un hedonismo individualista que resultaba funcional al sistema de mercado.

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    Jóvenes franceses marchando con el puño en alto, símbolo comunista.
    Jóvenes franceses marchando con el puño en alto, símbolo comunista.

    El 23 de mayo de 1968 fue un día de alto voltaje histórico. Se reunieron en Dresde los países del Pacto de Varsovia, y se pidieron explicaciones a la delegación checoslovaca sobre el experimento de “socialismo con rostro humano” que venía desarrollando el gobierno de Alexander Dubcek desde el año anterior. El polaco Gomulka y el húngaro Kádar fueron tajantes: la tímida liberalización política, mediática y económica de la “primavera de Praga” representaba una amenaza para sus propios regímenes, a poco que sus poblaciones se atrevieran a reclamar lo mismo (veinte años más tarde, en las “revoluciones de terciopelo” de 1989, se iba a producir, de hecho, un efecto dominó de ese tipo). El 21 de Agosto, tropas de la URSS y de otros países de su órbita invadirían Checoslovaquia. El llamamiento de Dubcek a deponer toda resistencia permitió que el número de muertos fuese sólo de 72, y no de miles como en Hungría 1956.

    Ese mismo 23 de mayo, mientras los jóvenes checoslovacos se debatían en vano por iniciar la salida del comunismo, los franceses incendiaban la calle para, según proclamaban, entrar en él. El 23 y el 24, los enfrentamientos de estudiantes parisinos con la policía subían de tono, convirtiéndose en batalla campal. Retratos de Mao y el Che en ristre, aquellos bobos (“burgueses bohemios”) quemaron parte del edificio de la Bolsa y asaltaron tres comisarías. Mayo del 68 ha quedado para la posteridad como una alegre celebración lúdico-libertaria, pero los enragés del Barrio Latino desplegaron un vandalismo aterrador, desempedrando calles enteras (es que debajo “estaba la playa”), abatiendo cientos de árboles para formar barricadas, atacando a los bomberos que venían a sofocar los incendios… El 24 de mayo se produce el primer muerto: un comisario de policía arrollado por un camión que los manifestantes arrojaron en el pont Lafayette de Lyon contra las fuerzas del orden. Mayo del 68 –extendido ya de París a las provincias- se cobraría otras cuatro vidas (un estudiante de ultraderecha abatido por los maoístas, otro de ultraizquierda que se ahogó en el Sena cuando huía de una carga policial y dos manifestantes de Sochaux contra los que disparó la policía). El Estado capitalista trató a los niñatos con guante de seda, evitando a toda costa una escalada sangrienta y limitándose a los medios antidisturbios (aunque De Gaulle llegó a considerar el uso del ejército y se entrevistó en Baden-Baden con el general Massu).

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    El sistema socialista podía sostenerle el pulso al capitalista en materia de carros de combate y producción siderúrgica, pero no en artículos de consumo.

    Los gauchistes de la Sorbona y Nanterre, aunque se reclamaran de Mao y quemaran la Bolsa, predicaban un hedonismo individualista que resultaba funcional al sistema de mercado, y que en realidad aceleraría el paso desde el “capitalismo heroico” (Javier Hernández-Pacheco) de inversión, ahorro y aplazamiento de la gratificación al capitalismo consumista de disfrute instantáneo y endeudamiento. ¿No hablaban los lemas de Mayo de “Vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas”, “Vivir en el presente”, “La vida de la presencia, y nada más que la presencia”? ¿No escribió Patrick Ravignant, uno de los cabecillas de la ocupación del teatro Odéon, que “el objetivo de esta revolución es poner la sociedad al servicio del individuo” y que “todos los marcos de la futura civilización serán edificados en función de un solo criterio: la realización del individuo”? Algunos comunistas avispados, como Pier Paolo Pasolini, entendieron pronto que los revolucionarios chic no venían a traer el socialismo, sino a consolidar el capitalismo; Georges Marchais se refirió despectivamente a Daniel Cohn-Bendit como “un anarquista alemán”.

    Los jóvenes sensatos de la Primavera de Praga fueron aplastados por los tanques; los niños malcriados de París, en cambio, triunfaron al inocular en la sociedad el virus de la revolución sexual, el rechazo de la familia, el culto al deseo y la execración de la tradición y del principio de autoridad. Los ejércitos de Breznev, sin embargo, sólo consiguieron ganar tiempo. Veinte años después, el socialismo real colapsaba sin apenas resistencia. Derribado, no por los misiles de la OTAN, sino por los vaqueros Levis, las zapatillas Nike, los discos de los Rolling Stones (“Street fighting man” parece un himno a los revoltosos de Mayo: “The time is right for a palace revolution”; también “Revolution”, de los Beatles, tuvo sustanciosas ventas)  y las guitarras Stratocaster, como ha escrito Niall Ferguson. Todos esos productos de la cultura pop –rechazados por la gerontocracia tardocomunista como símbolos de la decadencia occidental- ejercían una atracción irresistible sobre la juventud del otro lado del Telón de Acero. Las televisiones de Alemania occidental eran captadas sin problema en Checoslovaquia o la RDA. El sistema socialista podía sostenerle el pulso al capitalista en materia de carros de combate y producción siderúrgica, pero no en artículos de consumo. Dani el Rojo y los suyos, al proclamar el imperio del deseo, desataron una onda de choque que iba a acabar con los rojos de verdad.

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    Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de siete libros colectivos; entre ellos, The Threads of Natural Law (2013), Debate sobre el concepto de familia (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014). Diputado de Vox por Sevilla en la XIV Legislatura.