
El Estado es una filfa. Se reviste de autoridad, pero la realidad que hay detrás de las leyes, las costumbres, las instituciones políticas y jurídicas, los antecedentes históricos y la asunción (a veces) de ciertas normas morales, esa realidad del Estado es tan brutal, que en ocasiones le vemos su rostro. Cuando el Estado es débil es él mismo quien se quita la máscara. Eso es lo que estamos viendo en Cataluña.
Para entender lo que está pasando, tenemos que echar la vista atrás, al pacto de no agresión y de reparto del poder entre partidos, que es lo que llamamos Transición, y que tiene como contrato firmado la Constitución Española del 78.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEn su Título VIII se prevé un régimen descentralizado, en el que el poder, que emana de la propia Constitución y pertenece al Estado, se cede a las Comunidades Autónomas. Hay un proceso previsto para la cesión del poder.
«Las nuevas instituciones autonómicas se han justificado entre el victimismo de los polluelos frente a la madre Estado y la creación de una identidad regional»
También podría recuperarlo, pero sobre los procesos jurídicos se superponen los políticos. Y esto hace que el proceso sea prácticamente irreversible de forma pacífica.
Se ha sancionado la descentralización con un relato que la vincula a la democratización de nuestro sistema político y, de forma concomitante, con la huida política del anterior régimen. Ha sido una forma de matar al padre putativo.
Las nuevas instituciones autonómicas se han justificado entre el victimismo de los polluelos frente a la madre Estado y la creación de una identidad regional (más fácil en unos casos que en otros). Aquí es donde encaja el nacionalismo secesionista, como el de Cataluña.

La arbitrariedad histórica del nacionalismo se puede entender viendo que Aragón, Murcia o León, por poner sólo tres ejemplos dispares, han sido reinos, pero Cataluña nunca lo ha sido. El nacionalismo es una ideología muy poderosa.
Y, en un sempiterno juego chamberlainiano, el Estado, sobre el que se ha depositado la soberanía nacional que es la fuente de todo derecho positivo, le ha cedido no sólo el poder, sino los medios necesarios para la implantación sistemática del nacionalismo como ideología propia de los catalanes.
«La dejación ideológica, el pasmo ante el argumento de que sólo la secesión es democrática, la falta de convicción ante las propias instituciones, han ido reforzando al nacionalismo»
No sólo eso, sino que ha permitido que se violen los derechos individuales y se proscriba cualquier visión contraria al nacionalismo, incluyendo la defensa de la realidad nacional española. Los propios miembros del Gobierno actual han asumido parte del discurso nacionalista.
Hablan de la relación entre Cataluña y España y el encargado de asumir las relaciones políticas con la Generalitat fue, en las dos legislaturas anteriores, el ministro de Exteriores.
La dejación ideológica, el pasmo ante el argumento de que sólo la secesión es democrática, la falta de convicción ante las propias instituciones, han ido reforzando al nacionalismo y debilitando políticamente al Estado.
Cuando el desafío secesionista ha llegado a su penúltimo estadío, cuando busca hacer un bypass de la ley por medio de un referéndum, el Gobierno, como agente del Estado, se encuentra sin instrumentos políticos con los que oponerse.
Si el Gobierno quiere defender la ley, tiene que mostrar los instrumentos coercitivos del Estado y mostrar su disposición a emplearlos, llegado el caso. Y si llega, utilizarlos
En esa tesitura, ha recurrido a dos estrategias. En la primera de ellas, aunque sigue hurtando la referencia a que España es una nación y Cataluña no lo es, cubre ese vacío con una referencia instrumental a la ley. Ni la secesión ni el referéndum, dice, son legales. Es verdad.
Pero el referéndum sólo es el colofón a una carrera de décadas subvirtiendo de modo sistemático la ley. Y no está claro que el Gobierno vaya a hacerla respetar ahora. Además, y esta es la cuestión fundamental, la última ratio de la ley es la violencia. Si el Gobierno quiere defender la ley, tiene que mostrar los instrumentos coercitivos del Estado y mostrar su disposición a emplearlos, llegado el caso. Y si llega, utilizarlos.
La segunda estrategia, ante las zozobras y vacilaciones de la primera, es la que ha protagonizado la vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. Fuera la ley, fuera las instituciones, fuera la máscara del Estado. Tú no los reconoces, yo no los defiendo, de modo que los dejamos de lado. El Estado se quita la máscara.
SSS ha montado un despacho en Barcelona para sacrificarlo todo al “diálogo” que, como el “derecho a decidir”, es un sintagma de límites imprecisos; una imprecisión que es el fango donde se desarrolla esta lucha política. Los secesionistas organizan un acto de agresión a la independencia judicial, y el Gobierno lo observa, impasible. El Gobierno presiona un botón y emergen unos cuantos corruptos del secesionismo catalán. “Diálogo”.
Esta dejación política está ahora protagonizada por el partido del que se espera que defienda la realidad política e histórica de España con más ahínco. Pero no se ha perdido todo. El Gobierno puede asumir incontables humillaciones al Estado y a los españoles, pero por lo que no va a pasar es por ceder el control de la Hacienda. Al final va a ser el Tesoro lo que salve la nación.