Trump ha anunciado que Estados Unidos reconoce Jerusalén como capital del Estado de Israel y que, en lógica consecuencia, trasladará allí su embajada en el país, que ahora se encuentra donde todas las demás, en Tel Aviv.
Y se ha montado la mundial. Que si rompe el equilibrio mundial, que si ya está otra vez Trump poniendo la paz en peligro, que si este hombre no respeta el delicado ‘statu quo’ en una región que es ya un polvorín…
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraY nada de esto es verdad, es todo topicazo de analista de «todo a un euro», el típico análisis perezoso y seguidista en el que nos hemos especializado los periodistas.
Lo primero, para despejar dudas, es que un axioma del periodismo de masas moderno es que todo lo que emprenda Trump, más aún si es desusado, es lo peor de lo peor.
Pero esto engendra un efecto perverso para la credibilidad de los medios al modo de ‘Pedro y el lobo’, y es que el lector ya no sabe cuándo lo que hace el presidente norteamericano es malo y cuándo es malo-malo, pero malo de verdad.
Y ahora vamos con una dosis de realidad, para explicar por qué la medida no es en absoluto disparatada ni amenaza equilibrio alguno.
Hace 22 años -se dice pronto- el Congreso norteamericano votó por una mayoría abrumadora, casi soviética, reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel.
Es solo que la ley incluía una cláusula que permitía al presidente retrasar el momento de tal reconocimiento oficial, y en más de dos décadas se ha ido atrasando una y otra vez, hasta hoy.
A esta situación imposible que regularmente estalla en dramática violencia, es a lo que los expertos de sofá llaman ‘equilibrio mundial’. Sin ironía.
El equilibrio del que hablan los medios se refiere al hecho de que Jerusalén cae en los Territorios Ocupados, es decir, en Cisjordania, el territorio palestino entonces anexionado por Jordania que los israelíes invadieron tras la última guerra en la que una coalición de países árabes intentó echarlos al mar, un mal hábito del que parecen estar curándose.
El caso es que, desde entonces, Israel ha mantenido la ocupación sin anexionarse el territorio, mientras que ha expulsado a todos los judíos del segundo territorio palestino, Gaza, y le permite un amplio aunque inestable autogobierno.
Pero sí se anexionó la mitad árabe de la ciudad, Jerusalén Este, nombrando al conjunto «capital eterna e indivisible» del Estado de Israel.
A pesar de todo, impide el acceso de los judíos a los lugares santos del Islam -la mezquita de Al Aqsa, en el Monte del Templo- y respeta su ‘status’ internacional, si bien no al gusto de Naciones Unidas.
Esta situación ha provocado la continuidad del ‘conflicto’ entre israelíes y palestinos, en los que estos últimos van perdiendo, entre otras cosas porque, a diferencia de los judíos, nunca aceptaron la partición acordada por los británicos y refrendada por la ONU.
La Autoridad Palestina, el organismo que gobierna precariamente Cisjordania con cierto grado de autonomía, lo hace desde Nablús, pero también ha nombrado Jerusalén como capital palestina, un brindis al sol.
Desde que existe el conflicto de marras -es decir, desde que existe el Estado de Israel- apenas ha habido líder con ínfulas internacionalistas que no haya pergeñado su propio plan de paz para la zona.
Y a este disparatado estado de cosas, a este conflicto eterno, a esta situación imposible que regularmente estalla en dramática violencia, es a lo que los expertos de sofá llaman ‘equilibrio mundial’. Sin ironía.
Detrás de los palestinos estuvo en su día todo el mundo musulmán, todo el mundo árabe, la poderosa Unión Soviética y la izquierda radical paniaguada. Por eso se mantenía.
Pero desde que se planteó han pasado muchas cosas. Ese famoso ‘equilibrio’ ha cambiado por completo.
Israel, sin más, no es ya ‘arrojable’ al mar, y no solo porque es una potencia nuclear con un ejército poderoso y avezado en el combate; también, desde un punto de vista de la legitimidad, porque ya no es mayoritariamente tierra de inmigración.
Israel ha dejado de ser un ‘experimento’; a la abrumadora mayoría de los judíos de Israel no hay dónde ‘devolverles’, porque han nacido allí, esa es la única patria que conocen.
Ya no son trasplantes polacos, alemanes, egipcios, iraníes… Son israelíes, hijos de israelíes y, con frecuencia, nietos de israelíes. El hebreo es su idioma. Y Jerusalén, su capital.
La Unión Soviética no existe desde hace décadas, y su sucesor, Rusia, sonríe a Israel y negocia con él. Los países árabes, por su parte, se han cansado de perder guerras, y la teórica solidaridad con los ‘hermanos’ palestinos se ha enfriado hasta el punto de congelación.
Queda Irán, pero ¿quién va a hacer caso de Irán, el malo de la película geopolítica desde hace décadas?
Del panarabismo de Nasser y compañeros mártires no quedan ni reliquias, y lo que ahora ocupa a las grandes potencias árabes del Golfo es su rivalidad con el campeón del chiísmo, Irán.
Y precisamente un aliado de Irán y guerrilla chií, Hezbolá, es el grupo que trae a mal traer tanto a Israel como a los árabes del Golfo. Eso ha acercado a las petromonarquías a Israel, además de la común alianza con Estados Unidos, y si hasta ahora esta simpatía era de tapadillo y se ocultaba como un amor culpable, está ya saliendo a la luz sin tapujos.
Queda Irán, pero ¿quién va a hacer caso de Irán, el malo de la película geopolítica desde hace décadas?
Y el perroflautaje universal, pero esos, sin los apoyos necesarios, son un perro de ladrido tan irritante como es inofensivo su mordisco.