Cruda realidad / El Hombre Que Cambiaba los Colchones

    El libro empieza contando que la primera decisión que tomó al ser nombrado presidente fue cambiar el colchón de la Moncloa. He leído por ahí que no había tal colchón, quiero decir, que Rajoy no se había dejado el colchón sobre el que roncó tantos problemas de Estado.

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    El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, en el momento de reconocer a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela /EFE
    El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, en el momento de reconocer a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela /EFE

    La gente es mala: no encuentro otra explicación. Ha salido ya a la venta la obra más esperada desde hace años, un tesoro que se ha convertido en un clásico de la literatura de ficción en cuestión de horas, Manual de Resistencia, del presidente Sánchez, y ha estallado un encrespado mar de burlas y denuestos en las redes sociales.

    Critican acerbamente que Sánchez haya pagado un pastizal a una Irene Lozano para escribir los anodinos arrebatos narcisistas de un arribista vulgar en una prosa que no llega siquiera al nivel de ramplona. Qué fácil es hablar.

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    La gente no entiende el mérito de Lozano, no comprende la profundidad de su genio, la habilidad de su proeza. Ha sido capaz, probablemente con no poco sufrimiento, de reflejar perfectamente en la forma tanto como en el fondo al personaje: su inanidad, su vulgaridad ostentosa, su vanidad ridícula, su vaciedad exasperante.

    Da vértigo pensar que lo primero que decide un tipo al que se le da las riendas de reino tan viejo y de tan glorioso pasado sea cambiar el colchón

    Un ejemplo. El libro empieza contando que la primera decisión que tomó al ser nombrado presidente fue cambiar el colchón de la Moncloa.

    Un paréntesis: para hacerse una somera idea de la historia universal, para tener un esquema mínimamente preciso de la crónica de la humanidad, no hace falta conocer el devenir de todos los países de la tierra, ni siquiera de la mayoría. Uno puede -sin ánimo de ofender- ignorar los detalles de la historia del Paraguay o de Sri Lanka. Pero hay un puñadito de naciones sin las que la historia del mundo sería completamente ininteligible, y en ese pelotón ocupa un puesto de honor España. Y da vértigo pensar que lo primero que decide un tipo al que se le da las riendas de reino tan viejo y de tan glorioso pasado sea cambiar el colchón.

    Ignoro si la anécdota es cierta. He leído por ahí que no había tal colchón, quiero decir, que Rajoy no se había dejado el colchón sobre el que roncó tantos problemas de Estado. Y en Sánchez el prurito de mentir empieza a parecer más una pulsión irresistible que un mero vicio, con lo que bien podría fabular en lo pedestre como miente en cosas de mayor peso y trascendencia.

    La historia del colchón es tan vulgar como Sánchez y tan trivial como su pequeña ambición

    Pero eso es irrelevante, como lo es siempre la verdad para Sánchez. Lo importante es que Lozano tuvo que aprobar la estúpida anécdota para dar con ella inicio a su relato, y eso es puro genio. Gracias a la elección de Lozano, a ese toque de maestría artística, conocemos ya desde las primeras líneas la catadura del personaje sobre el que vamos a leer. La historia del colchón es tan vulgar como Sánchez, tan trivial como su pequeña ambición, su ambición no por obsesiva y tenaz menos mezquina, su ambición de colchón, su sueño doméstico y garbancero de una vida muelle y sesteante, su concepto del gobierno como una plácida sinecura.

    Empezar hablando de un colchón da la altura justa del personaje, lo retrata. Sánchez es el hombre que, nombrado presidente del Gobierno español, piensa en el colchón. Probablemente hizo un tour por sus nuevas posesiones, criticando calidades, como un cuñado hispano. Como un hombre pequeño llevado a un puesto que le viene grande por todos los lados menos por uno: su inconmensurable vanidad. 

    Hay infinidad de obras maestras cuyos comienzos memorables han quedado, incluso separados del resto, como cumbres literarias, que se repiten como citas, porque enganchan al lector y enmarcan la narrativa y dan esa primera nota que será la recurrente en la sinfonía. Ese es el enorme mérito de Lozano, que, por lo demás, mantiene.

    Mantiene una prosa infame y arrastrada como corresponde, seguramente deformada con harto dolor, a lo largo de un libro que uno lee mirando constantemente la portada, dudoso de que de verdad sea esa nada errática lo que el presidente quiere contar. La anécdota del taxi, cuyo conductor le pregunta si es él, y él contesta, inconscientemente bíblico, que él es él, como en una canción de Pimpinela; o cuando recuerda a San Juan de la Cruz y repite mentalmente «decíamos ayer»: me resulta imposible creer que una cita tan manida pueda atribuirla mal escapando al ojo de una autora tan principescamente pagada; creo, por el contrario, que Lozano mantuvo la pretenciosidad fallida como homenaje a su personaje.

    Todo esto, en fin, no es fácil. Si algo, Irene Lozano, esa mártir de la literatura, está pésimamente pagada, porque reflejar con tal acierto, haciendo que incluso la expresión acompañe, a Pedro Sánchez es labor que no se paga con dinero. Desde aquí quiero iniciar un movimiento que pida el Nobel de la literatura para tan abnegada pluma.

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