Cruda realidad / El insoportable supremacismo de la izquierda

    Un racismo inocultable, un supremacismo repulsivo que supera muchos de los peores casos de discriminaciones históricas. Echarle la culpa al varón blanco occidental y cristiano de todo lo que le haga y le pase al resto de la humanidad es, así, el racismo definitivo.

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    El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y un grupo de inmigrantes que entraron ilegalmente en España por la frontera de Melilla /EFE
    El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y un grupo de inmigrantes que entraron ilegalmente en España por la frontera de Melilla /EFE

    Cuando la valla de Ceuta fue atacada con éxito por centenares de subsaharianos organizados, resultando varios guardias civiles heridos, el presidente del Gobierno del país invadido, España, Pedro Sánchez, saltó en seguida con unas declaraciones públicas. Pero no para interesarse por la las heridas de los defensores de la ley, o siquiera para asegurarnos a sus conciudadanos que no volvería a producirse algo así, no: escribió en defensa de los atacantes.

    La situación es tan demencial, tan de antología del disparate, tan de mundo al revés, que resultaría prácticamente imposible volver al pasado reciente e intentar explicárselo a los europeos de entonces. ¿Cómo puede un gobernante, después de que sus fronteras hayan sufrido un intento exitoso de invasión, preocuparse más del bienestar de los atacantes que de los defensores? ¿Quiénes le han votado, a quién representa, quién paga su sueldo y justifica su poder?

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    El racismo de la izquierda solo puede ejercerse sin censura porque sus consecuencias son exactamente las inversas a las de los racismos históricos

    La única respuesta que he consigo deducir, fuera de la demencia colectiva y civilizacional que inocula desde hace décadas la progresía reinante, es el racismo.

    Un racismo inocultable, un supremacismo repulsivo que supera muchos de los peores casos de discriminaciones históricas. Es el racismo de la izquierda, el supremacismo de los progresistas, que solo puede ejercerse sin censura porque sus consecuencias son exactamente las inversas a las de los racismos históricos.

    Pero la premisa no es mejor; es, incluso, peor. El racista clásico juzgaba a los individuos de otras razas como seres humanos inferiores, con menos inteligencia u otras cualidades. Sin embargo, seguía haciéndoles responsables de lo que hacían, seguían viéndoles como sujetos libres, como individuos mejores y peores.

    Para el progre, en cambio, los pueblos indígenas son una masa indistinta, sin individualidades, seres desvalidos, completamente irresponsables, pobrecitos, qué otra cosa van a hacer, carne de cañón para sus guerras culturales, excusas para sus ensoñaciones de solidaridad universal, excusa para su insoportable paternalismo.

    La crítica tiene una parte evidente de igualdad, de respeto: solo criticamos a quien pensamos responsable de lo que hace

    ¿Les parece que exagero? Muy bien, haga usted mismo la prueba con su progre de cabecera, con ese vecino atorrante que hace voluntariado y tiene en el coche pegatinas del ‘Welcome Refugees’. Intente que insulte a un negro, pruebe a hacer que diga pestes de un musulmán.

    Seguro que le ha oído poner a caldo a otros españoles de origen como él, ¿verdad? Es muy probable que haya criticado con los términos más contundente tal gobierno de nuestro entorno o hacer responsable de su estupidez o su maldad a tal personaje de los que -subconscientemente- considera sus iguales. Pero si es incapaz de opinar lo mismo de un negro, si nunca se ha atrevido a decir de un indígena que es un tirano o un idiota, es que les considera inferiores.

    Porque la crítica tiene una parte evidente de igualdad, de respeto: solo criticamos a quien pensamos responsable de lo que hace, un agente libre, capaz de cambiar de conducta. Llamamos alegremente ‘idiota’ a alguien porque no pensamos, en el fondo, que sea tan literalmente idiota.

    Ojalá un día abramos los ojos y nos demos cuenta hasta qué punto es ofensivo ese paternalismo para los otros

    Echarle la culpa al varón blanco occidental y cristiano de todo lo que le haga y le pase al resto de la humanidad es, así, el racismo definitivo. Si un partido en el poder en alguno de nuestros países quiere aprobar una ley que proteja a la policía de abusos verbales -Ley Mordaza- tachamos directamente de fascista al gobierno y nos dedicamos a nuestro hobby favorito, el rasgado de vestiduras en redes sociales. Hablamos en tonos ominosos del regreso de la dictadura, de totalitarismo encubierto.

    Pero un gobierno africano puede tratar a su gente como basura que, o callaremos -¿a quién le importa, en realidad, la farsa de las elecciones en Zimbabwe, donde el Ejército ha matado a seis personas que protestaban contra el fraude?-, o la culpa la volveremos a tener nosotros.

    Somos culpables de todo lo que les pasa a los demás en el planeta. Somos dioses, sin cuya voluntad ni una hoja se cae del árbol. Los otros pueblos no son responsables de nada. Y ojalá un día abramos los ojos y nos demos cuenta hasta qué punto es ofensivo ese paternalismo para los otros; hasta qué punto es insultante para su dignidad humana que no podamos encontrarles culpables de nada, inimputables como los locos o los menores.

    Ojalá, en fin, puedan ver seres humanos libres y responsables en los miembros de otras razas y otros pueblos; así quizá llegue el día en que podamos librarnos del repugnante racismo de la izquierda.

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