No hubo ‘ola azul’, como soñaban los demócratas y auguraban muchos forofos. En las ‘elecciones intermedias’ -las ‘midterms’, popurrí electoral americano en el que, a mitad del mandato presidencial, se votan legisladores para ambas cámaras y gobernadores de estados-, los republicanos no solo retuvieron, sino que aumentaron su control del Senado, y perdieron por poco la Cámara de Representantes.
No, no es «un empate», ni de lejos, y menos aún tal como se han planteado estas elecciones, como un verdadero referéndum sobre la presidencia del demonizado Donald Trump. La pérdida de la Cámara estaba descontadísima: es muy inusual que el partido del presidente en ejercicio retenga el control de la Cámara de Representantes. Por poner un ejemplo que entenderán los acérrimos obamitas, a mitad del primer mandato de Barak Obama, en el cénit de su popularidad, su partido, los demócratas, perdieron 63 escaños, más del doble de lo que acaban de perder los republicanos de Trump.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSolo que con Trump es difícil hacer incluso un cálculo así, porque mientras que la cámara dominada por los demócratas decía «amén» a todo lo que saliese de la sagrada boca del presidente, mientras ha estado en poder de los republicanos ha servido de poco o nada a las políticas de Trump. No es precisamente un secreto que el Partido Republicano está lleno de políticos que abierta o solapadamente se oponen a la agenda del presidente.
La gran apuesta en estas elecciones es la misma en la que ha estado empeñado todo el establishment -funcionariado permanente, medios, mercados financieros, universidades y grandes empresas-, es decir, echar a Trump por cualquier medio. Uno de los previstos y amagados es el ‘impeachment’ o cese parlamentario, por el que bastaría casi cualquier excusa de peso -¿les suena la trama rusa?- para votar la expulsión del presidente.
Pero no les ha salido bien. De hecho -y ahí va mi pronóstico-, mucho tendrían que cambiar las cosas para que Trump no logre un segundo mandato, y por goleada esta vez.
Una podría pensar que todo es como siempre, porque todo funciona aparentemente como siempre, pero las cosas han cambiado de forma radical en la democracia americana. Tradicionalmente, los candidatos podían ponerse mutuamente como no digan dueñas en campaña, pero cuando uno de ellos ganaba, el otro -y su partido- aceptaba deportivamente la derrota en las urnas y se preparaba para hacer una oposición vigorosa, pero civilizada. Bien, eso se ha terminado.
Es difícil, incluso, seguir llamando al país Estados Unidos sin ironía. Hay poco que una a estas dos Américas, cada una de las cuales llama «negro» a lo que para la otra es evidentemente blanco
La victoria de Trump no se ha tomado por parte de sus rivales como un contratiempo o una desgracia política a la que haya que resignarse, sino como un triunfo ilícito. Trump no es legítimo, y todo vale para echarle del poder. Se forzaron recuentos, se presionó sobre el colegio electoral, se organizaron marchas de protesta tras la elección, se espiaron sus conversaciones y se le enredó en una ‘trama’ de la que no se ha obtenido ni el más ligero indicio. Una parte del país, la que no votó por él, sencillamente no le acepta como presidente legítimo. Y eso es gravísimo.
En mi interpretación de la jugada, muchos a los que Trump se les atraganta votarán por él sencillamente por miedo, miedo a estos demócratas que parecen incapaces de aceptar un «no» como respuesta, ni siquiera de las urnas. En un sistema basado en el escrupuloso respeto por las reglas del juego y la decisión de los votantes, los antitrumpistas están dando una imagen a mi juicio espantosa de niños mimados y pésimos perdedores que, de llegar a la Casa Blanca, podrían encontrar el modo de asegurarse de que no vuelva a ganar alguien como Trump.
Es difícil, incluso, seguir llamando al país Estados Unidos sin ironía. Hay poco que una a estas dos Américas, cada una de las cuales llama «negro» a lo que para la otra es evidentemente blanco. No hay ya apenas campo común, ese acuerdo básico, ese consenso fundamental que, por encima y más allá de las veleidades de la política, mantiene unido a un país.
Los demócratas han apostado todo su capital a las tribus: LGBTI, minorías raciales, feministas radicales, inmigrantes ilegales, hasta el punto de resultar abiertamente ofensivos con quienes todavía constituyen la mayoría que paga y calla. Es una apuesta enormemente arriesgada, y no solo porque azuza a la (todavía) mayoría a encontrar un camino ‘identitario’ que nadie en su sano juicio desea, sino también porque mantener un discurso coherente que agrade a todas esas tribus inconexas se parece a pastorear gatos. Las fisuras son evidentes, como es evidente que lo que interesa a los negros no tiene necesariamente que ser lo mismo que conviene a las feministas, ni lo que gusta a los inmigrantes musulmanes coincide siempre con lo que reivindican los gays y las lesbianas.
Las tribus se mantienen unidas solo por el deseo de derrocar a un enemigo común, pero está por ver si consiguen mantener todas sus tensiones internas antes de alcanzar el poder. Lo que parece cada día más evidente es que los americanos votarán en las próximas presidenciales tapándose, en muchos casos, la nariz, y pensando solo en que, si se equivocan, quizá esa podría ser la última ocasión.