Mientras los medios siguen pedaleando con la ‘trama rusa’, sin un jirón de atisbo de sombra de prueba, y vendiendo la mercancía averiada de un conchabeo entre Putin y Trump para que el segundo ganara las elecciones, la realidad parece ir en la dirección exactamente contraria: nunca, desde la Guerra Fría, han estado peor las relaciones entre los dos países.
No es que esta contradicción flagrante preocupe mucho ni poco a los grandes medios, que están a otro rollo, concretamente a la labor de quitarse de encima a Donald Trump como sea. Y en ese «como sea» cada vez es más legítimo incluir cualquier cosa.
El caso es que se ha propuesto y aprobado la continuación y ampliación de las sanciones contra Rusia y Putin ha respondido con la expulsión de un centenar largo de diplomáticos americanos.
El trumpista de primera hora está comprensiblemente desconcertado. Trump se aburrió de anunciar en sus campañas que pensaba buscar un acercamiento con Moscú, lo que parece harto razonable si tenemos en cuenta que la Guerra Fría termino hace décadas y el mundo se enfrenta a nuevos retos a los que se podría hacer frente mejor con una alianza entre las dos potencias o, al menos, sin su hostilidad mutua.
¿Qué ha pasado? ¿Hay que concluir que Trump es un mentiroso patológico que nunca tuvo intención de cumplir sus promesas? No es probable. Primero, porque ha cumplido muchas que tienen al ‘establishment’ de uñas, y no parece ser un tipo que se arrugue ante las críticas.
En segundo lugar, porque esa promesa, como se demostró en la propia campaña, iba a traerle, al menos, tantas críticas y ataques como votos. En el Partido Republicano son más del «Rusia es culpable», como demostró su predecesor en la candidatura, Mitt Romney.
Pero es que ni siquiera los medios rusos, por lo común, achacan al propio Trump la insólita hostilidad rediviva contra ellos. En la visión que reflejan muchos de ellos -acertadamente, en mi opinión- la narrativa es que Trump le declaró la guerra al ‘establishment’ y, como era probable, perdió.
Sí, todavía hace mangas y capirotes en la escena nacional, indignando a la progresía en pleno. Pero en realidad ya ha sido vencido en lo que importa. Hasta cierto punto, deshacerse de él será casi un mero trámite.
Estados Unidos, podría decirse, tiene una política exterior inmutable. Si recuerdan, Clinton hablaba del ‘dividendo de la paz’ tras la caída de la Unión Soviética, y bombardeó Belgrado hasta la sumisión, entre otras aventuras bélicas.
Bush hijo llegó prometiendo que Estados Unidos se dejaría de aventuras exteriores para centrarse en sus propios problemas. Lo siguiente fueron las invasiones de Afganistán e Irak.
Obama, que fue propuesto para el Nobel de la Paz a solo once días, once, de empezar su mandato -¿Nobel preventivo?- también iba a echar el cierre a las guerras, y acabó bombardeando siete países.
¿Ven por dónde voy? La política exterior americana va por su cuenta, responde a su propia lógica, y sobre ella los inquilinos de la Casa Blanca parecen tener un escaso control. El caso de Trump parecía distinto, porque se permitió desairar a los poderosos donantes, cuyos fondos no necesitaba por venir rico de casa. Pero, al final, ganaron los ‘halcones’. Como siempre.
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