El Príncipe Guillermo está triste. El hijo del Príncipe Carlos de Gales, segundo, por tanto, en la línea de sucesión a la Corona británica, está indignado.
En un encuentro en Londres, el primogénito de la llorada Lady Di, nos ha abierto su corazón, sensible al destino de leones, elefantes y otras magníficas especies de la fauna africana, amenazada por la expansión y crecimiento de una plaga: los negritos, que se empeñan en reproducirse y no les dejan espacio.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraCierto, el Duque de Cambridge no los ha llamado así, porque Su Alteza es exquisitamente moderno y, por tanto, tan hábil como cualquier otro con los eufemismos de moda, pero esa ha sido, al fin, la esencia de su mensaje, mil veces más racista en esencia de lo que pueda expresar un supremacista habitual.
No sé yo, exactamente, cómo reaccionaría el heredero si sus viajes a Balmoral se vieran interrumpidos por el ataque de los leones, o si tuviera que ver a su pueblo empobrecido -algo que sin duda acabaría afectando a los millones que su abuela Isabel tiene en paraísos fiscales- porque hubiese de frenar su desarrollo en seco para no perturbar el salvaje ecosistema.
Sí sé, en cambio, que sus palabras traicionan la fría mentalidad del más arrogante bwana blanca, del colonialismo más desalmado, que parece ver en África no tanto un continente lleno de posibilidades como un gigantesco parque para divertimento hoy de ecologistas anglosajones bien pensantes, como ayer lo fuera del orgulloso cazador llegado de la metrópoli europea.
Alguien para quien los habitantes no son ciudadanos tan dignos como él y su estirpe de vivir, tener familias normales y prosperar sino, más bien, una especie más cuyo crecimiento amenaza a las otras, más interesantes y fotogénicas, buenos como porteadores y para hacer bulto en las visitas de Estado.
Gran Bretaña, la gran potencia colonial del Continente Negro, no estaba allí como estuvo España en América, para evangelizar, y sino por codicia de las materias primas
Hubo un tiempo, no lejano, en que Gran Bretaña era la gran potencia colonial del Continente Negro, una potencia que, aprovechemos para recordarlo, no estaba allí como estuvo España en América, para evangelizar y dar una civilización a los pueblos indígenas, sino por prestigio nacional y codicia de las materias primas.
Pero colonos como Cecil Rhodes, convencidos de la doctrina de la superioridad británica y el deber de aceptar ‘la carga del hombre blanco’, eran en todo menos gélidamente racistas hacia los pueblos conquistados que estos nuevos ‘sahibs’ que se enternecen con las jirafas y suspiran con las cebras mientras exigen a los legítimos dueños de esos territorios, a sus habitantes multiseculares, que lo paren todo y renuncien a ser naciones normales y a desarrollarse para que los piadosos ‘ecolos’ puedan seguir haciendo fotos a los guepardos y las hienas.
«No cabe duda de que este incremento [de población] ejerce una enorme presión sobre el hábitat y la vida salvaje», dijo Guillermo.
Y entre los animalitos de la selva y los seres humanos que tratan, petulantes, de vivir como si aquellos países fueran suyos y aspiraran a vivir como europeos, no cabe la menor duda en qué bando están las simpatías de Su Alteza y de muchos de los que le escuchan, si no todos.
Mientras en nuestras tierras el más leve equívoco que pueda remotamente interpretarse como discriminación puede costar un serio disgusto en el osado, este repugnante y desalmado racismo que mira a pueblos enteros como si fueran meras plagas se deja pasar sin un comentario o una censura.
Porque es, al fin, un racismo sanamente progresista, un supremacismo en nombre de la Diosa Gaia, tan absolutamente inocente e indeliberado por quien desciende de quienes tomaron posesión del Continente a sangre y fuego, que nadie se atreverá a contradecirle.
En palabras de un ‘hoolingan’ de pub, este mensaje podría resultar meramente un preocupante indicio de toda una mentalidad que no ve en África si no una tierra para pasar las vacaciones en un safari. Pero, pronunciadas por el heredero al trono y ante muchas voces influyentes, es directamente para echarse a temblar.
Porque, cómo no, el Príncipe demandó «medidas urgentes» para paliar esta peste de negros poniendo en peligro las vírgenes savanas. Y a estas alturas deberíamos saber que el Occidente ciego de altivez lleva décadas empeñado en que África no crezca, en que no se desarrolle.
Sabemos de políticas auspiciadas por la ONU y financiadas por las grandes potencias para esterilizar a las africanas e instaurar el aborto gratuito en cada aldea
Sabemos de políticas auspiciadas por la ONU y financiadas por las grandes potencias para esterilizar a las africanas e instaurar el aborto gratuito en cada aldea, como no se cansa de denunciar una de la heroínas de nuestro tiempo, la nigeriana Obianuju Ekeocha.
A África la dejaron las potencias compuesta y con malaria, porque lo que había acabado con la plaga en el resto del planeta, el DDT, se consideró repentinamente nocivo para el equilibrio ecológico de allá, que es lo que realmente parece importarnos de allá.
África ha dado, discretamente, un salto de gigante en las últimas décadas. Los Idi Amín y los Bokassa que en mi adolescencia parecían una especie endémica han dado paso a regímenes más avanzados, a democracias más asentadas, y las hambrunas han dejado de ser, en la mayoría de los países, un azote excepcional en lugar de una ocurrencia constante.
Pero cuando África empieza a salir del agujero, cuando hace amago de dejar de ser el continente maldito, los supremacistas inconscientes descubren, frunciendo el ceño, de que eso significa más africanos y, por tanto, la posibilidad real de que se les arruine el parque de atracciones.
Y eso, no, que para miles de blancos que hablan con la voz del Príncipe Guillermo, un león valdrá siempre por muchos ‘negritos’.