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Cruda realidad / La Gran Muralla de Míster Trump

Parte del muro que separa Estados Unidos de México en Arizona, construido por Bill Clinton

Estamos tan acostumbrados a que los políticos se apresuren a aclarar que querían decir «Diego» allí donde su programa o su promesa electoral especificaba claramente «digo»; tan hechos a descontar lo que prometen, a rebajar sus intenciones expresas y dividir por dos o por tres sus grandilocuentes declaraciones, que los medios han reaccionado con sorprendido escándalo a la orden de Trump de empezar a construir el muro.

Yo misma, que nunca dudé de que lo haría, sí esperaba que las cosas fuera más despacio, pero tenemos que vérnoslas con una fuerza de la naturaleza, un líder hiperactivo que no deja para mañana lo que pueda hacer ayer.

Los medios, naturalmente, le están sacando todo el jugo posible a la iconografía del muro, con siniestras advertencias y premoniciones de arúspices que van desde el Muro de Berlín a la Muralla China.

Ya hemos hablado de cómo los periodistas son muy de sacar las cosas de quicio con este sujeto, y de ver en cada cosa que hace una nueva afrenta que le acerca a Hitler -a quien, al ritmo que lo cuentan, ya ha debido adelantar en unos cuantos palmos-, aunque la cosa en cuestión sea de las que se hacen en toda tierra de garbanzos sin provocar un suspiro.

Como el muro que separa Israel de Cisjordania, o nuestra valla de Melilla, o el que ha levantado México –sí, ese México- en su frontera Sur

Como un muro. O sea, como el muro que separa Israel de Cisjordania, que si por estos lares ha sido motivo de lacrimógenos reportajes, en Estados Unidos ha sido más aplaudido que denostado. O nuestra valla de Melilla, de la que si alguna queja hay entre nuestros socios europeos es que se cuelan demasiados.

O, ya puestos y por ir muy directos a la hipocresía de toda esta gente, el muro que ha levantado el propio México -sí, ese México- en su frontera sur para que no se le cuele media Centroamérica, que hasta ahí podíamos llegar.

Tenemos demasiada imaginación, de verdad. Pasaré por alto el hecho comprobable de que ya existe un muro, si bien incompleto, por obra de Bill Clinton, que debe a su ‘progresismo’ el que su obra no despertara feroces críticas.

Ya se sabe que los progresistas, como los elegidos en la teología calvinista o la izquierda tal como la explica Alberto Garzón, no puede pecar, y todo lo que hagan está siempre santificado por sus buenas intenciones aunque sea exactamente lo mismo que haya hecho un ‘neoliberal’.

Para más sobre este asunto, mediten en la reacción de las feministas -la repentina mudez, queremos decir- cuando el querido líder Iglesias expresó su deseo de ‘psicópata marxista’ de azotar a una conocida periodista hasta que sangrase, lo que hubiera supuesto la inhabilitación práctica de por vida para cualquier otro político.

Pero el muro se hace simplemente para que no se cuele gente, que es para lo que sirven los muros, y es incontrovertible, aunque se ignore la cifra exacta, que se han colado millones.

Y aquí es donde la cosa empieza a ponerse positivamente siniestra. Porque en todo este asunto lo asustante no es lo de Trump, que no deja de ser el equivalente doméstico de instalar una puerta, sino lo que parecen defender quienes le atacan.

Porque si está mal impedir que la gente entre en Estados Unidos como Pedro por su casa, significa que está bien saltarse a la torera las leyes del país, y que los políticos que se oponen a la medida están diciendo, en la práctica, que quienes emigran legalmente a Estados Unidos -una ordalía burocrática que no se la deseo a mi peor enemigo- están haciendo el canelo.

La situación anarcotiránica actual, hasta la llegada de Trump, es el equivalente a que la Administración americana se enfrente al mexicano con idea de cruzar Río Grande y le diga lo siguiente:

«No se te ocurra entrar en nuestro país sin pasar los trámites legales. Te lo prohíbo. Si lo haces, si consigues entrar, podrás encontrar trabajo, tendrás una tarjeta de la Seguridad Social, tus hijos tendrán educación y, si nacen aquí, se convertirán automáticamente en ciudadanos norteamericanos, podrás sacarte tranquilamente el carné de conducir, no vamos a deportarte -en algunas ciudades, incluso impediremos que el Departamento de Inmigración lo intente siquiera- y con el tiempo podrás beneficiarte de alguna de las periódicas amnistías. Pero, como te he dicho, no se te ocurra entrar».

No tiene demasiado sentido, ¿verdad? En realidad, todo el asunto es perverso, porque hace que medios y políticos defiendan claramente el incumplimiento de las leyes, se opongan explícitamente a que se cumpla la ley, y eso abre una puerta que no se cierra fácilmente; si las élites no respetan la ley, ¿creen que el común va a hacerlo?

Otra cosa sería que defendieran el fin de las fronteras, que las abrieran de par en par y declararan que la entrada en el país es libre, como la de los museos en las Noches Blancas. Por supuesto, en un mes tendrían otro país diferente. Pero, al menos, sería legal, sería igual para todos.

Pero nadie, fuera de cuatro chalados, defiende eso. No, parece que, poseídos de una extraña crueldad, como si fueran los desalmados gobernantes de Los Juegos del Hambre, se complacieran en la mortal ‘gynkhana’ del ‘espalda mojada’ con sus terribles riesgos, la extorsión de los coyotes, el hambre y la sed de la travesía por el desierto, los mis peligros de la travesía, y que gane el mejor.

Proporcionar semejantes incentivos a la entrada y, a la vez, prohibirla se me antoja el colmo del sadismo más refinado.

Una entiende que el político que defiende que se le dé el voto a Manuel, que entró cruzando en bote Río Grande, confía que ese voto será para su partido

Naturalmente, no hace falta ser ingeniero de la NASA para deducir a qué tipo de gente interesa que la situación siga exactamente como está, con un flujo constante de sin papeles entrando en el país.

Una sospecha que a un empresario no le viene excesivamente mal la mano de obra barata, que ese José que apenas chapurrea inglés puede recoger uvas sin demasiadas quejas ni demandas laborales, que Pedro va a ser un jardinero dócil y barato para las mansiones de Beverly Hills.

Una entiende que el político que defiende que se le dé el voto a Manuel, que entró cruzando en bote Río Grande, confía que ese voto será para su partido.

También es fácil ver quién pierde, ¿verdad?

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