En esta España avergonzada y vergonzosa donde solo se puede avanzar en una dirección, un juez anuló la decisión de la Delegación del Gobierno en Madrid de prohibir la entrada de ‘esteladas’ en el Estadio Vicente Calderón.
Que se tratara de la Copa del Rey y se defienda entrar en el Estadio con una bandera que representa el aborrecimiento de lo español y el modelo republicano muestra ya el esperpento que subyace a toda la protesta nacionalista, la incoherencia que está en el núcleo mismo de toda su reivindicación.
El Gobierno del Partido Popular, que ha tenido cuatro años de mayoría absoluta en el Congreso -recuerden lo que ha hecho el PSOE con eso, y aun con mayorías simples-, parece a veces limitarse a calentar la silla a sus rivales y confirmar sus leyes de ingeniería social, y cuando se permite un gesto mínimo de frenar la deriva secesionista, éste solo sirve para que el triunfo final de los separatistas resulte más humillante.
Ya decíamos el otro día que, en España al menos, la derecha ‘oficial’ puede gobernar, pero no mandar, es decir, no cambiar nada de la deriva esencial hacia la izquierda de la sociedad española.
Tres elementos aproximan al nacionalismo y la izquierda radical: el victimismo, la disolución de estructuras y la falsificación de la realidad
Parece un tanto extraño unir izquierda y secesionismo; el internacionalista Carlos Marx se hubiera echado las manos a la cabeza viendo esta extraña entente -no más antinatura, es cierto, que la hermana a la nueva izquierda con el Islam-, pero hay, al menos, tres elementos que aproximan al nacionalismo y la izquierda radical hasta convertirlos en inseparables aliados: el discurso victimista, la disolución de las estructuras y la falsificación de la realidad, necesaria para las dos primeras.
El atractivo del nacionalismo es muy similar al ‘otro mundo es posible’ de los podemitas: como lo que proponen no existe, no está contaminado por todas las fallas inevitables de lo real, herederas de la falible condición humana. Un país real está lleno de defectos; un país imaginario se puede soñar perfecto.
Y así esta fantasía aúna a catalanes que ambicionan que el futuro Estado catalán sea un Singapur con sardanas con otros que sueñan con que sea un paraíso socialista con barretina. Uno de los dos -casi con seguridad, los dos- va a llevarse una desagradable sorpresa si llega el caso.
Todo es una gigantesca mentira en el nacionalismo. Yo misma, entusiasta de los pequeños reinos, aun sin coincidir podría llegar a simpatizar con un catalán amante de su tierra que la quiere convertida en Estado independiente. Pero para que eso resultara creíble, harían falta dos cosas absolutamente ausente en esta locura que parece haber poseído a una buena porción de catalanes: que admitiese tranquilamente la obviedad histórica de que Cataluña es España, forma parte integrante de España y no ha sido jamás Estado independiente. Y que amase a la Cataluña real, a la que existe y no a una de fantasía en la que desde Leonardo Da Vinci al Cid, pasando por Cervantes y Colón, son catalanes.
Que amase a la Cataluña en cuyas cuatro provincias el apellido más común es García y donde el español es un idioma usado como lengua habitual por una mayoría y que es, de hecho, autóctono a Cataluña porque se ha formado y completado también con sus hablantes.
Pero el nacionalismo no es serio, no es creíble, porque no acepta nada de eso, y prefiere vivir en una fantasía no muy distinta a la que venden los populistas de la izquierda radical. No hay un solo intento de acuerdo constructivo, de acercamiento al resto de España; todo es una constante provocación infantil, un pataleo que está ahogando la libertad y eliminando la cordura -el célebre ‘seny’- de la sociedad catalana.
Imaginemos por un segundo que Cataluña fuera ya un Estado europeo independiente, como Luxemburgo. ¿En qué otro país ponen multas por rotular negocios privados en un idioma distinto al oficial, no digamos en el idioma usado por la mitad de la ciudadanía?
¿En qué Estado europeo se seguiría votando al partido del 3% o se aplaudiría un ex jefe de Gobierno, Pujol, que tiene miles de millones de euros en paraísos fiscales?
¿En qué Estado europeo normal se seguiría votando al partido del 3%, o se aplaudiría por las calles a un jefe de Gobierno, Jordi Pujol, que tiene miles de millones de euros en paraísos fiscales y cuyos numerosos hijos se han hecho todos millonarios y están todos imputados?
¿En qué país de nuestro entorno un partido de burgueses, un partido de orden, se alía con el grupo político más radical y atrabiliario que pueda encontrarse en el Continente, la CUP de las copas menstruales, la paternidad comunal y el fornicio público?
¿En qué nación independiente de la UE es común desfilar con antorchas y banderas, algo que asusta cuando lo intentan los nuevos grupos de extrema derecha denostado por todos los medios de comunicación y los partidos tradicionales?
El catalán sensato, el catalán que quiere vivir en un país normal, sea España o un hipotético Estado catalán, tiene que acabar dándose cuenta de que apoyar a estos no es meramente defender la disolución de una unión multisecular y pacífica, sino quedar en manos de un régimen bananero y demagógico que se arropa en la bandera para disimular su caciquismo.
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