Donald Trump no es el primer presidente americano al que la prensa de prestigio le declara la guerra; pero sí es el primero en aceptar el reto y devolverles el favor, llamando a los periodistas de campanillas de todo menos bonitos.
El plantel de los redactores de lujo, acostumbrados a que los hombres más poderosos de la tierra les hagan servilmente la pelota, aunque ellos mismos no sean sino voceros de sus dueños (por señalar, Carlos Slim si son del New York Times, Jeff Bezos si del Washington Post), han reaccionado como damas victorianas ante un espectáculo de cancán, pidiendo las sales.
Responden con la narrativa habitual de los periodistas, que ellos son audaces debeladores de la verdad que le dicen la verdad al poder, sin que les dé la risa floja.
Y que investigarán cualquier pista sospechosa, caiga quien caiga. Por eso no hacen otra cosa que reciclar falsos escándalos de Trump y mantener con respiración asistida ese zombi mil veces muerto, la ‘trama rusa’.
Este mes han muerto un ex funcionario de Haití y un financiero de Wall Street. Les unía una cosa: estaban a punto de exponer públicamente los desmanes de la Fundación Clinton
Pero algo no cuadra. Este mismo mes han muerto de forma estadísticamente ‘curiosa’ –suicidio- dos personajes, con muy pocos días de diferencia.
No tenían nada que ver; uno era un exfuncionario del Gobierno de Haití; el otro, un financiero de Wall Street y colaborador del Partido Republicano.
Solo les unía una cosa: ambos estaban investigando los desmanes de la Fundación Clinton, y ambos estaban a punto de exponerlas en público.
A ningún profesional le gusta quedar como conspiranoico pero… ¿en serio a nadie le parece raro esta extraordinaria coincidencia? ¿No?
Bueno, pues permítanme decirles que las coincidencias se repiten tanto en el entorno del matrimonio Clinton que es forzoso creer que cruzarse en su camino da muy mala suerte, porque lo de este mes es solo los últimos frutos de una abundante cosecha, desde sus tiempos como gobernador y primera dama de Arkansas.
Si no me creen, busquen en Google “Clinton bodycount” o variantes. La lista es para creer en las hadas o un destino que vela por el matrimonio.
¿Se acuerdan de los correos de los responsables de campaña del Partido Demócrata que WikiLeaks sacó a la luz en plena campaña?
Los dejaban como chupa de dómine, y para muchos fue lo que decidió la victoria de Trump. Naturalmente, los demócratas achacaron el ‘robo’ de los correos a un ‘hackeo’, probablemente de agentes rusos.
Julian Assange se hartó de decir que no se había hackeado nada, que alguien desde dentro del Comité Nacional Demócrata se los había pasado tal cual.
Y el verano pasado, en medio de la polémica, un joven analista de sistemas que trabajaba en el DNC, Seth Rich, volvía a su casa en Washington D.C. después de tomar unas copas y le descerrajaron unos tiros por la espalda.
Ya se sabe, un atraco… Solo que el asesino no se llevó el móvil ni las tarjetas. WikiLeaks ofreció una recompensa millonaria por quien pudiera dar pistas sobre el asesino, dejando meridianamente claro que Rich era el hombre que les había filtrado los comprometedores correos.
Podríamos seguir y seguir y seguir, porque las muertes oportunísimas que rodean a los Clinton, los decesos repentinos de quienes se cruzan en su camino o están a punto de acusarles de algo, supera el centenar, haciendo que el repetir “¡bah, es una coincidencia!” empiece a resultar peor que ingenuo.
Podríamos hablar de John Ashe que se ahogó con sus propias pesas de gimnasio; o la atractivísima Paula Grober, que tuvo un accidente… así hasta cien
Podríamos hablar de John Ashe, el funcionario de la ONU que se ahogó con sus propias pesas de gimnasio; o la atractivísima Paula Grober, intérprete de Bill en el lenguaje de los sordos, que poco después de confesar que tenía un affaire con el entonces gobernador de Arkansas tuvo un extraño accidente en carretera, o Vince Foster, o Susan McDogal, o… así hasta más de cien.
¿Qué todo es, al final, una curiosísima coincidencia para el Libro Guinness de los Records? Genial, nos reiremos todos.
Pero la falta de curiosidad de los medios viendo cómo delante de Hillary y su marido se amontonan los cadáveres oportunísimos es, como poco, un desmentido a la fama del periodista americano como un ser sediento de la verdad y curioso ante las coincidencias sospechosas que rodea a los poderosos.
Ser un lacayo puede ser disculpable, que la vida está muy achuchada. Pero serlo y querer ir de ‘caballero sin espada’ es, sinceramente, repugnante.
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