No seré yo quien niegue la complejidad del ser humano, ni critico todas esas crónicas por confirmar la obviedad de que nadie es perfectamente malvado, que Hitler era un gran amigo de los animales y los niños y todas esas cosas.
Pero conozco el sector, sé lo que cuesta el papel y el tiempo en antena, y que dedicar tanto espacio al ‘blanqueo’ de los asesinos con preferencia a la tragedia de las víctimas no es casual, sino buscado. Y patológico.
Como es patológico -y profundamente inmoral- que del retrato de los asesinos y de la supuesta enorme sorpresa que han dado a sus allegados se hurten decenas de señales de alarma perfectamente visibles en sus contribuciones a redes sociales.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraHay una nueva escala de valores promovida incesantemente por los amos del discurso, desde los medios a los cineastas, desde los profesores a los ‘pensadores’, que no coincide todavía del todo con la que recogen las leyes pero que se va imponiendo en silencio. Y en esa escala, el terrorismo está muy lejos de ser lo peor.
Habría que preguntarse, por ejemplo, ya que nos hemos entregado de lleno al retorcido humanitarismo de recordar los aspectos buenos de los asesinos, por qué no se hace igual con los maltratadores de mujeres o con los ‘islamófobos’. Esta última palabra tiene, incluso, una etimología que parece definir una enfermedad, con lo que debería resultar fácil pintar al sujeto afectado por esta patología como una víctima de la misma.
Se llama ‘agravio comparativo’, y es un modo magnífico de comprobar el sesgo de nuestra cultura. Cada vez que lea una noticia, cambie el sexo, la raza, la religión o la condición que sea de las personas implicadas.
Y, hablando de jueces, en la actualidad de estos días tenemos otro caso en el que aparece tan claro o más el fenómeno del que estoy hablando. Juana Rivas ha desobedecido la orden del juez y ha estado -en lo que equivale a un secuestro– un mes desaparecida con sus hijos. Pero ahora aparece tranquilamente y el juez la pone en libertad. Se va a la playa con sus hijos.
Ahora, cambien los sexos, se lo ruego. Imaginen a un varón que se lleva a sus hijos contra la sentencia de un tribunal, que luego permanece un mes escondido y, cuando sale, se le deja marchar tranquilamente a la playa con los niños. Los jueces que permitieran algo así tendrían una carrera muy corta y una vida muy difícil a partir de ese momento.
La ley no es automática, ni funciona sola; la aplican personas, personas que no viven en cuevas alejadas del mundanal ruido sino en medio de esta callada revolución cultural. Los textos solos no se van a levantar, indignados, ante la burla de la ley. Y nadie quiere ver su carrera arruinada por ir contra la Narrativa.
A cuenta de la edad de alguno de los terroristas de Barcelona se ha estado discutiendo sobre la responsabilidad penal de los menores de edad. La ley no les considera responsables en el mismo grado que a un adulto, aunque hayan colaborado en la muerte de quince personas y lesiones en un centenar.
No se puede votar con menos de 18 años, ni conducir, ni fumar, ni comprar una cerveza. Sus padres son los responsables legales de cualquier destrozo que hagan, por muy ‘maduros’ que parezcan o meditada parezca la acción.
Pero a los dos, o tres, o cuatro o 12 años pueden decidir que su realidad biológica no coincide con la ‘real’, iniciando así un peregrinaje clínico para el resto de su vida, tratamientos hormonales cada mes, costosas operaciones no exentas de riesgo, por lo que han declarado de sí mismos a una edad en la que lo mismo podían haber dicho que son en realidad una locomotora.
Si eso no es abuso de menores, de verdad, la expresión carece totalmente de sentido. Y si eso se permite e incluso se aplaude, es claro que estamos viviendo en una sociedad en la que el derecho y la justicia se dictan en los editoriales de la prensa adicta y en las aulas de los profesores del régimen.