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El ángel rojo, el anarquista que salvó la vida al jefe de la División Azul

Azulejo dedicado a Melchor Rodríguez en el barrio de Triana de Sevilla

Azulejo dedicado a Melchor Rodríguez en el barrio de Triana de Sevilla

Madrid, 15 de febrero de 1972. En el camposanto de San Justo, una multitud se agolpa en torno a una fosa junto a la que se ha depositado un féretro. En el aire sereno resuena un padrenuestro.

Lo dirige Javier Martín Artajo, hermano de Alberto (el antiguo ministro de Exteriores de Franco en los años cuarenta) y diputado conservador él mismo en el parlamento republicano, primero, y procurador en Cortes, más tarde.

Vestido con una corbata roja y negra, los colores de la anarquía, cumplía así Martín Artajo su parte del pacto con el finado, Melchor Rodríguez (1893-1972), a cambio de que este besase el crucifijo en el lecho de muerte.

Decenas de personas secundaron la oración; otros muchos permanecieron en silencio, con la cabeza baja. Terminada la plegaria, Ricardo Horcajada, correligionario de Rodríguez, se acercó hasta el ataúd, cubriéndolo con los colores de la CNT. Alguien atacó entonces los hermosos acordes de la Varsoviana:

Negras tormentas agitan los aires,

Nubes oscuras nos impiden ver    

Aunque nos aguarde el dolor y la muerte

Ante el enemigo nos llama el deber…

Hacía treinta y tres años que no se oía en Madrid. Nadie movió un músculo. Al féretro se le dio tierra y unos y otros, los que pocos minutos antes rezaban el padrenuestro y los que acababan de entonar “A las barricadas” salieron, si no hermanados, sí juntos, del cementerio.

¿Quién era el hombre que había conseguido tal milagro?

Un hombre justo

Huyendo de la más extrema pobreza, en parte causada por una orfandad muy temprana, Melchor Rodríguez había intentado triunfar en el mundo del toreo.

Sin embargo, aunque su carrera parecía conducirle al éxito, una inoportuna cogida (todas lo son, pero unas más que otras) cuando ya había debutado en Madrid, le retiró.

Adquirió la desconcertante costumbre de luchar por los derechos de los internos incluidos los contrarios a su ideología

Convertido en chapista a comienzo de los años 20, entró en contacto con el mundo sindical y se afilió a la UGT, desde donde al poco tiempo saltó a la CNT. Su militancia en el anarcosindicalismo le aproximó al mundo de las prisiones, adquiriendo la desconcertante costumbre de luchar por los derechos de los internos incluidos los contrarios a su ideología.

El estallido de la guerra le cogió en Madrid y, como responsable de la CNT, fue nombrado delegado especial de prisiones por la Junta de Defensa de Madrid el 10 de noviembre de 1936, una vez que el gobierno de Largo Caballero había huido a Valencia ante la proximidad del ejército nacional.

En ese mismo momento estaba teniendo lugar la matanza de Paracuellos del Jarama, que había hecho posible un acuerdo entre anarquistas y comunistas y que dirigía Santiago Carrillo, un joven marxista que había pertenecido al PSOE hasta unas pocas fechas antes y que acababa de ingresar en el PCE (aunque en realidad trabajaba para Moscú desde mucho antes).

Pretextando la evacuación de los presos más peligrosos de entre todos los detenidos en las cárceles madrileñas ante la eventualidad de una entrada de los nacionales en Madrid, los sacaban de las prisiones por la noche y, al poco de iniciado el recorrido, se desviaban hacia la localidad citada y, una vez allí, los fusilaban en masa.

La magnitud de dicha matanza no era ignorada por ninguno de los miembros de la Junta de Defensa, de modo que Melchor Rodríguez dimitió el día 14 del puesto que ocupaba al frente de las instituciones penitenciarias.

Durante esos cuatro días intentó detener los fusilamientos, pero las presiones de los comunistas para que estos prosiguiesen habían terminado por desesperarle; el PCE, a través de Santiago Carrillo, ejecutaba las instrucciones de Koltsov y Orlov, los hombres del Kremlin en Madrid.

Soldados del bando republicano en Valencia durante la Guerra Civil

Pero el transporte de miles de presos, entre los que se encontraban algunas personalidades muy relevantes, indujo a las representaciones diplomáticas en la capital española a interesarse por estas y a presentar sus protestas a las autoridades que permitían los crímenes, cuando no los alentaban o dirigían.

Melchor Rodríguez se dirigió entonces a Juan García Oliver, ministro de Justicia del gobierno de la República y anarquista como él, para que le nombrase Delegado General de Prisiones, lo que le otorgaba plenos poderes sobre las mismas.

El 4 de diciembre le fue conferida dicha responsabilidad e inmediatamente consiguió que cesaran las ejecuciones. Tuvo entonces su primer enfrentamiento con los jefes comunistas, sobre todo con Santiago Carrillo y José Cazorla, que pretendían exterminar a todo sospechoso de desafección, lo que le pudo haber costado la vida.

Gracias a su decidida actuación, la matanza de Paracuellos había llegado a su fin

Consciente del método habitual que empleaban las milicias para asesinar, lo primero que Rodríguez hizo fue prohibir que se sacase a preso alguno entre las 7 de la noche y las 7 de la mañana sin su expresa autorización.

Los milicianos siguieron matando a quienes consideraban oportuno (y, de hecho, aunque disminuyeron, los crímenes continuaron) pero ya no podían extraerlos de las cárceles, donde se encontraba la mayoría de aquellos a quienes deseaban eliminar. Gracias a su decidida actuación, la matanza de Paracuellos había llegado a su fin.

Irónicamente, quien no creía en la autoridad para regir las prisiones se encontró con que imponerla era ahora el único recurso que le quedaba para evitar las matanzas. Además de la prohibición de sacar a nadie sin su permiso, expulsó a los milicianos de la custodia de los recintos carcelarios y devolvió la autoridad a los funcionarios de prisiones.

Durante las siguientes semanas, se ocupó de que los presos que estaban siendo evacuados desde las prisiones hacia Valencia recibiesen la escolta adecuada, evitando que cayesen en manos de quienes los habían estado exterminando.

Salvó a Serrano Suñer, ‘cuñadísimo’ de Franco

Melchor Rodríguez ha obtenido siempre el reconocimiento de aquellos a los que salvó la vida, que fueron multitud. Su heroísmo ha sido glosado frecuentemente referido a Paracuellos, pero sus méritos rebasaron con mucho el marco de la tristemente célebre localidad madrileña.

Así, el 8 de diciembre de 1936 se agolpó una multitud frente a la cárcel de Alcalá de Henares. Era el clásico modus operandi de las milicias rojas: tras un bombardeo, movilizaban a los elementos más caracterizadamente afectos para asesinar a los presos del penal más cercano.

Naturalmente, eso no podía tener el más mínimo efecto sobre los atacantes, por lo que se trataba de agitar los bajos instintos criminales de la masa para propiciar una masacre. El 6 de diciembre, dos días antes, habían asaltado la cárcel de Guadalajara, asesinando a 282 personas, la mayoría sacerdotes, falangistas y militares, según costumbre.

Durante siete horas, Melchor Rodríguez tratará de disuadir de sus propósitos a los enfurecidos asaltantes. Por momentos, parecía que no podría conseguirlo; sus escoltas se habían retirado prudentemente, conscientes de la extrema dificultad del empeño.

Sólo el carisma y la habilidad dialéctica del cenetista le salvará de ser arrollado, y quién sabe si no de algo peor, en medio de un ambiente fuera de los muros de la prisión y, sobre todo, dentro, que puede imaginarse.

Sus enemigos comunistas jamás le perdonarían, y hablarían de él abiertamente como de un “traidor”, “traición” que consistía en impedir sus matanzas

Melchor Rodríguez salvó la vida de destacadas personalidades como Raimundo Fernández Cuesta, Agustín Muñoz Grandes, Bobby Deglané, Ramón Serrano Súñer (‘cuñadísimo’ del mismo Franco o Rafael Sánchez Mazas. Muchos de ellos desempeñaron importantes cargos durante las décadas siguientes. Y le debieron la vida a la valentía de aquél “Ángel Rojo”, como más tarde se le conocería.

Por supuesto, sus enemigos comunistas jamás le perdonarían, y hablarían de él abiertamente como de un “traidor”, “traición” que consistía en impedir sus matanzas, manteniéndose durante meses en tensión con la pulsión homicida de los comunistas que, de Carrillo para abajo, cumplían la consigna soviética de limpiar la retaguardia.

Agustín Muñoz Grandes fue salvado de las ‘sacas’ de Carrillo por el ‘ángel rojo’

En Madrid, Melchor Rodríguez  se instaló en el palacio del marqués de Viana, y allí desplegó una singular labor escondiendo a los perseguidos y procurándoles papeles para evitar la detención.

Aunque difícil de cuantificar, su labor salvó la vida de cientos de personas. Cuando terminó la guerra el titular del marquesado retornó a su palacio y constató que “no faltaba ni una cucharilla”.

Como destacado miembro de las milicias anarquistas, que tantos crímenes habían cometido, al terminar la guerra fue detenido. La policía no le pone la mano encima pero, ignorante de la acusación que le aguarda, encanece velozmente y pierde dos dientes; lo peor, empero, es sentirse solo.

Encerrado en la prisión de duque de Sesto, tiene que soportar el desprecio y aún el odio de los suyos:

-¡Traidor! –le sueltan un día-; ¡más fascistas había que haberse cargao! ¡Traidor…! Si no hubiera sido por gente como tú, hubiéramos ganado…

Absuelto en un primer juicio, en aquel tenso clima de posguerra el fiscal recurrió y consiguió su reclusión por veinte años, con lo que al menos salvaba la vida por cuanto le pedían la condena a muerte.

La comparecencia del general Muñoz Grandes, jefe de la División Azul, y al que el cenetista había salvado antes, consiguió evitar su ejecución y que finalmente cumpla menos de cuatro años, al dirigirse al tribunal con las firmas de miles de personas que le avalaban.

Pese a la reducción, no cabe duda de que la condena era extremadamente injusta, por cuanto lo que merecía era el reconocimiento público. Melchor Rodríguez cumplió ese tiempo en prisión y salió del penal de El Puerto en febrero de 1943, rechazando las ofertas que le hicieron desde sectores falangistas para que ocupase un puesto en la Organización Sindical. Tampoco aceptó las varias propuestas de trabajo que le fueron hechas por algunas personas a las que había salvado de la vida.

Por el contrario, se mantuvo en sus trece libertarias y continuó su militancia en la clandestina CNT. Anduvo entrando y saliendo de distintas cárceles por distribuir propaganda anarquista durante los años siguientes, se hizo agente de seguros –bastante malo, al parecer- y compartió piso con un desgraciado banderillero que había perdido una pierna ante un morlaco, antiguo compañero de cuadrilla, y la mujer de éste.

En el famoso programa radiofónico de Bobby Deglané, Melchor  abraza al capitán Palacios, héroe de la División Azul que había pasado once años encerrado en el Gulag soviético

Uno de los hechos que protagonizó en sus últimos años fue su aparición en un famosísimo programa de radio, en 1964, del no menos célebre Bobby Deglané, uno de aquellos a quien salvara la vida en 1936 en la cárcel de Alcalá.

En ese programa, en el que reclamó públicamente mantener el ideal libertario, se fotografió abrazando al presentador y al capitán Palacios, héroe de la División Azul que había pasado once años encerrado en el Gulag soviético. El exilio anarcosindicalista no se lo perdonó.

Crecientemente sordo y cada vez más abandonado de los suyos, Melchor Rodríguez va perdiendo además la memoria.

Víctima de un repentino ataque a comienzos de febrero de 1972, ingresa en el hospital de la Beneficencia de Madrid. Allí es donde pacta con Martín Artajo –“jodido Javier”- besar al Crucificado a condición de que aquel vista los colores de la anarquía en la corbata; los dos cumplirán, Melchor en el vértice mismo de la muerte.

– Si Cristo existe, le daré saludos de tu parte. Aunque tú no necesitas recomendaciones…

Muerto el día 14, es enterrado al día siguiente.

El 15 de febrero de 1972, el día en que se cruzaron un Padrenuestro y ‘A las Barricadas’ en el cementerio de San Justo, agitando los aires…

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