Cuando escribo esto, 24 horas antes de la sesión del Parlamento catalán, las señales emitidas por ambos bandos permiten ya prever el desenlace. Junqueras está noqueado por la huida masiva de empresas y bancos; el consejero Santi Vila saca bandera blanca y habla de “no tomar decisiones irreversibles”; sólo las CUP están dispuestas a todo. Y el Gobierno español está loco por lograr unas tablas que le eximan de la obligación de ganar la partida; lo ha dicho explícitamente Enric Millo: “[No debe haber] Ganadores y perdedores. Soy partidario de buscar una fórmula de consenso. Dialogar mucho, buscar puntos de conexión, ceder todos un poco”.
La sociedad española se ha dividido en dos campos la semana pasada: las multitudes reunidas en la plaza Urquinaona, la plaza de Colón o los homenajes espontáneos a Policía Nacional y Guardia Civil gritaban “¡Puigdemont a prisión!”, es decir, enjuiciamiento de los cabecillas por obvio delito de sedición y suspensión de la autonomía en aplicación del artículo 155. Huérfana de un líder en los partidos con representación parlamentaria, esa masa sólo puede identificarse con las palabras inequívocas del Rey de España, que hoy barrería en las elecciones si se pudiera presentar. Mientras tanto, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y la facción creciente de independentistas que reculan en el último minuto piden diálogo y cambalache.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSi el Rey Felipe VI se presentase hoy a las elecciones, arrasaría
Las palabras de Millo y Rajoy indican que el Gobierno va a dar la razón a los de la bandera blanca y las camisetas blancas, y no a la multitud rojigualda (a la que el exquisito cosmopolita Borrell se permitió comparar con las turbas del circo romano por pedir la aplicación de la ley). No sabemos qué forma exacta revestirá el apaño. Probablemente el Parlament emita una declaración de independencia elíptica y baja en colesterol, que Rajoy pueda ignorar “mientras no se plasme en nada”.
Se abrirá entonces la veda para la componenda. Una Conferencia de Múnich en la que, a cambio de nuevas claudicaciones (paralización de los procesos contra los sediciosos, reforma constitucional que imponga una estructura confederal, cupo fiscal a lo vasco-navarro para Cataluña), España consiga la inmensa merced de que los separatistas aplacen su objetivo final unos años. Rajoy, como Chamberlain, dirá que ha comprado la “paz en nuestro tiempo”.
El cambalache podría también adoptar la forma de un acuerdo para convocar nuevas elecciones autonómicas, como pide Ciudadanos. Eso no solucionaría nada: las elecciones serían interpretadas como plebiscitarias por el bloque separatista; una mejora o repetición de su mayoría les animaría a repetir el desafío.
El mantra de Rajoy es “la vuelta a la normalidad”: es lo que cuadra a su carácter de burócrata somnoliento en la ventanilla del Estado. Pero se trata de una “normalidad” inmunda de televisiones que llaman a la rebelión, sistema educativo volcado en la inculcación del odio, señalamiento del discrepante, red asociativa separatista sostenida con dinero público. Cualesquiera elecciones celebradas en ese ambiente estarán distorsionadas, como lo estaban los plebiscitos que organizaban las dictaduras.
Lo que ha ocurrido en las últimas semanas es extraordinario: sí, ha despertado el patriotismo latente en millones de personas, aletargado por una cultura oficial que, desde la Transición, identificaba estúpidamente españolismo con fascismo. Un caudal legitimador de ese calibre no puede dilapidarse en el enésimo enjuague, en nuevos apaciguamientos a los separatistas.
Son ellos los que tienen que pedir perdón por falsificar la historia, cultivar el victimismo infundado y el supremacismo
Hay que cambiar la regla del juego: ha terminado la era de las claudicaciones, y ahora les toca ceder a ellos. La superioridad moral es nuestra. Son ellos los que tienen que pedir perdón por falsificar la historia, cultivar el victimismo infundado y el supremacismo (el culto al “hecho diferencial” es un eufemismo que encubre su desprecio a los españoles), dividir a la sociedad y poner a la España democrática en peligro. El nacionalismo es culpable. Debe pagar.
O se aprovecha la oportunidad para desmontar la maquinaria de adoctrinamiento e intimidación (inmersión lingüística y educación sesgada; TV3 y otras Radio Mil Colinas; policía autonómica en abierta sedición, reconvertible en ejército rebelde), o España está condenada a la desintegración a unos años vista. Pues el rodillo avanza también en Valencia, Navarra, Baleares y Galicia.
Desmontar el gran frente separatista –que cuenta con el apoyo de la izquierda radical, y a menudo también del PSOE- requiere un replanteamiento a fondo del Estado de las Autonomías. La encuesta GAD3 publicada este domingo revela que un 62% de los españoles piensan que el Estado debería recuperar las competencias de Educación, y un 64% las competencias de Orden Público. Las soluciones a aplicar pueden ir desde el desmantelamiento total del sistema autonómico (culpable de una hipertrofia de gasto político, de la multiplicación de redes clientelares y de la erosión de la identidad nacional española) hasta su reformulación con recentralización de algunas competencias.
¿Cuántos partidos del arco parlamentario proponen eso? Ninguno. Solo lo propone Vox, y ahora llega su gran oportunidad. Ojalá la traición de la alt right europea –alineada con el separatismo, con la excepción del FN francés- sirva para cortar de raíz coqueteos con ese sector (receta segura para el fracaso en nuestro país, el más europeísta del continente). Porque España necesita desesperadamente un centro-derecha liberal en lo económico, conservador en lo social-cultural, anti-autonómico y patriótico sin estridencias eurófobas.