El año 2016 ha sido el de los pronósticos equivocados, los resultados electorales asombrosos, la incorrección política normalizada y las dimisiones vergonzantes. La crisis de lo establecido –es decir, la crisis del establishment occidental– se ha manifestado en el Brexit con el que Reino Unido ha dado la espalda a la Unión Europea, en el No colombiano al referéndum sobre el acuerdo de paz con las FARC, en el fallido referéndum constitucional convocado por el centroizquierdista Matteo Renzi, y, ante todo, en la sonada victoria del inclasificable Donald Trump en las elecciones generales estadounidenses del 8 de noviembre.
El genio estadounidense que está detrás de esta revolución ha fallecido, pero tuvo tiempo de predecir la democratización mundial que significaría la revolución informática iniciada por él –Steve Jobs– y por Bill Gates con la producción masiva del ordenador personal y el teléfono inteligente.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSi la Edad Moderna despegó el 12 de octubre de 1492, cuando Cristóbal Colón descubrió América iniciando la globalización, el final de la Edad Contemporánea podría situarse en este año 2016 que nos ha traído la caída de las élites postindustriales como resultado del empoderamiento de la ciudadanía informatizada.
La revolución cibernética ha bajado de su pedestal a los líderes de las grandes democracias occidentales, eliminando el escudo que los protegía de modo que, paradójicamente, han quedado desvirtualizados.
Las democracias, intervenidas por minorías casi corruptas
La sospecha de que los políticos son inútiles ha dejado de ser un lamento retórico para convertirse en una realidad demostrable. Pese a la separación de poderes que creemos salvaguardada por nuestras constituciones occidentales –consideradas intocables–; pese a las legislaturas bicamerales y a la rotación de partidos políticos pretendidamente saneados, las democracias del mundo civilizado han estado intervenidas por minorías casi invariablemente corruptas.
La conducta del electorado occidental se analiza anualmente desde el punto de vista socioeconómico y psicológico, permitiendo afirmar que los ciudadanos de las democracias veteranas están lastrados por prejuicios tan primitivos como los de sus antepasados medievales.
Sin embargo, la revolución de la información genera la autosugestión de que todo propietario de un teléfono móvil es un ciudadano bien informado. Hoy hay casi tantos miniordenadores en el mundo –7.000 millones– como habitantes tiene el planeta Tierra. Por eso no debe extrañarnos que sea precisamente en las democracias prósperas y consolidadas donde se están produciendo los comicios con resultados más imprevistos.
Nunca tantas personas han dispuesto de tal cantidad de datos en un contexto tan abierto y accesible. En 1929, el año del terrible crash económico, Ortega y Gasset publicó su Rebelión de las masas, traducida casi de inmediato en Estados Unidos como The Revolt of the Masses.
Un cuarto de siglo después el polémico sociólogo estadounidense Charles Wright Mills aseguraba en La élite del poder (1956) que Ortega se equivocaba al proclamar el creciente poder de las masas, alertando sobre la decreciente influencia política de las colectividades independientes. Pero al democratizar el acceso a la información, la revolución tecnológica ha dejado al descubierto a la cortesana élite intelectual, que la globalización va convirtiendo en una especie en peligro de extinción.
La ciudadanía posee los mecanismos necesarios para valorar y elegir bien a sus gobernantes
En nuestro mundo del siglo XXI es cuando los líderes políticos están en circunstancias óptimas para definir las mejores coordenadas económicas, sociales y culturales. La ciudadanía, por su parte, posee los mecanismos necesarios para valorar y elegir bien a sus gobernantes.
La revolución de la información ha dado la razón a Ortega, cuyas masas rebeldes, habiendo superado la enajenación marxista y la neurosis freudiana, parecen estar postergando sin violencia a las élites tradicionales. Este año Estados Unidos, Reino Unido o Italia han escenificado la crisis de confianza que marca el abismo entre la ciudadanía y las élites del poder (mientras España se ha desmarcado consolidando una estabilidad única en su entorno).
Tanto en Reino Unido como en Estados Unidos y en Italia, el electorado ha rechazado a los políticos que defendían el statu quo, escogiendo ‒pese a la incertidumbre económica‒ opciones que pueden catalogarse como apolíticas o antisistema.
Las viejas etiquetas de la derecha y la izquierda han quedado obsoletas, como el término populismo, que tampoco sirve ya para definir una transformación sin precedentes. El año 2016 ha escenificado en Occidente el comienzo del fin de la política tradicional liderada por políticos intercambiables procedentes de las filas de los partidos correspondientes. Sabemos lo que dejamos atrás, pero el futuro es una incógnita.