El sistema público de salud de la Comunidad de Madrid, al igual que ya sucede en otras comunidades, ofrecerá las técnicas de reproducción asistida (TRA) a mujeres que no padezcan ningún problema de fertilidad, sino que simplemente quieran concebir un hijo sin mediar relación sexual con un hombre.
Se consagra así en la sanidad pública, en ausencia del menor debate serio (basta con los designios de la presidenta Cristina Cifuentes) el criterio de “medicina del deseo”, esto es, utilizar las ciencias biomédicas para satisfacer necesidades subjetivas y no sólo sanar enfermedades[1]. Lo cual inevitablemente supone dedicar a las primeras un dinero público que podría destinarse a las segundas.
La presidenta de la Comunidad ha defendido su decisión (luego entraremos en sus verdaderos motivos) como un “avance de la igualdad”. Con ello demuestra que, por mucho que se etiquete a sí misma como liberal, no tiene ni remota idea de liberalismo clásico. La batalla por la igualdad surgió como una rebelión en el seno de sociedades estamentales, donde el nacimiento marcaba de por vida la posición social de los individuos.
Una vez se consiguió la igualdad ante la ley, independientemente de la ascendencia, la raza o el sexo, el prestigio de esta lucha empezó a intrumentalizarse para unas demandas que nada tenían que ver con su propósito original: la defensa obsesiva del uniformismo, la eliminación de las diferencias, la abolición resentida del mérito.
Ya no basta con que todo individuo, con su solo esfuerzo y talento, pueda ocupar cualquier profesión o responsabilidad. Ahora se trata de que cualquiera, sin necesidad de demostrar su valía o idoneidad, pueda reclamar cualquier cosa. Así tenemos a una pareja de lesbianas exigiendo que el Estado les dé un hijo, porque yo lo valgo. Al bebé evidentemente no se le puede preguntar si no preferiría tener un padre y una madre; lo cual, hay que reconocerlo, simplica las cosas una barbaridad.
Cifuentes desconoce el significado de tolerancia
En la actitud de Cifuentes subyace otro error consustancial a este pensamiento progresista en el que se siente como pez en el agua: la confusión de la idea de tolerancia con una burda sensiblería relativista, para la que todo vale igual. Tolerancia (parece mentira que haya que aclarar estas cosas) significa respetar al otro… ¡precisamente cuando no estamos en absoluto de acuerdo con sus ideas o modo de vida! (Aunque sólo tiene sentido cuando es recíproca: no puedo ser tolerante con quien no me tolera a mí.)
Tolerancia, a diferencia de lo que hacen los patrocinadores iraníes de Pablo Iglesias cuando ahorcan en público a los homosexuales, es permitir que la gente manifieste ciertas inclinaciones sexuales que no aprobamos.
Hoy, sin embargo, se usa tolerancia como sinónimo de simpatía, cuando no entusiasmo, por determinadas opiniones o inclinaciones, lo cual desde luego no tiene en sí mismo nada de meritorio. Carece de sentido llamar tolerante a quien simplemente respeta aquello contra lo que no alberga ningún reparo.
El problema de esta confusión verbal es que, al olvidar el genuino significado de la tolerancia, difícilmente puede seguir ejerciéndose. Y así tenemos toda esa legislación que amenaza con acabar con la libertad de expresión, acallando a quien simplemente se atreva a sugerir que el matrimonio es algo entre un hombre y una mujer.
Es oportuno aquí salir al paso de cierto argumento de filiación aparentemente conservadora a favor de las TRA. Se nos dice que deberían ser sostenidas decididamente por el Estado para intentar contrarrestar la baja natalidad. Ahora bien, mientras en España los nacidos por TRA se estiman en un 3 % sobre el total, alrededor del veinte por ciento de seres humanos concebidos son abortados.
Resulta hipócrita defender la reproducción asistida mientras se cierran los ojos ante el aborto
Resulta como mínimo hipócrita defender la reproducción asistida con pretextos natalistas, mientras se cierran los ojos ante el genocidio cotidiano de la humanidad intrauterina. Y más si tenemos en cuenta que las TRA siguen sin resolver graves problemas éticos como los embriones “sobrantes” o las tentaciones eugenésicas. Sería mucho más civilizado, además de reducir drásticamente el número de abortos, facilitar la adopción, teniendo en cuenta los miles de ninos y ninas que se encuentran en situación de desamparo.
Pasando a las interpretaciones políticas del asunto, ante todo debemos desterrar el tópico de calificar a Cifuentes de “verso suelto” del partido. En la formación de Núñez Feijóo, con sus leyes que imponen la ideología de género en Galicia; de Soraya Sáenz, maniobrando para cargarse a Gallardón y su reforma de la ley del aborto; de Celia Villalobos, remachando que los provida no tienen cabida en el PP; y en fin, de Mariano Rajoy, asumiendo la entera legislación ideológica de Zapatero; en esta formación, lo que se echa de menos son precisamente versos sueltos que hablen alto y claro en contra del discurso progresista dominante.
Cifuentes se ha apuntado un tanto en la competición para ver quién es el más progresista del Oeste
Parece obvio que con su medida abiertamente desdeñosa hacia la familia clásica, que es el principal baluarte espiritual y material de la clase media (y en la línea de otras aún más graves, como el proyecto de “transexualizar” a los ninos madrileños), Cristina Cifuentes se ha apuntado un tanto en la infatigable competición por ver quién es el más progresista del Oeste. No es una mera cuestión de acomplejamiento de la derecha. A ver si nos enteramos de una vez: el progresismo es Poder.
Mientras un político habla en la neolengua de la ideología de género, o utiliza las contraseñas de la socialdemocracia o del ecologismo fantacientífico, casi nadie osará rechistarle, y quien lo haga será tratado como un apestado, o si se prefiere, un neoliberal, un fascista, un ultraconservador –efectistas expresiones, aunque tan aplicables a un mismo sujeto como mamífero, invertebrado y vegetal.
Ser progresista proporciona una patente de corso que le hace a uno invulnerable a las críticas. Cualquier político que anteponga su ambición personal a los principios, tenderá indefectiblemente a aumentar el componente progresista de su discurso, y puede que hasta a creérselo.
El problema de esta carrera al grito de “facha el último” es que acaba beneficiando, no a los estultos y patéticos aprendices de progresistas, sino a los totalitarios más lúcidos, aquellos que persiguen sin disimulo sustituir los vínculos familiares y las relaciones de libre cooperación por la dependencia y la coacción estatales.
Los nuevos ayuntamientos radicales de Madrid y Barcelona, en contra de lo que pudiera pensarse, no son resultado de circunstancias coyunturales, sino de muchos años de cesión cultural ante los dogmas, las consignas y los clichés del progresismo. Incluso por mero instinto de supervivencia, la derecha institucional debería haber aprendido al menos esto. Pero ni siquiera ese instinto le queda.
[1] Véase Vicente Bellver, “Bioética y dignidad de la persona”, en F. J. Contreras (ed.), El sentido de la libertad, Stella Maris, Barcelona, pp. 339-340.
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