Nadie elige dónde nace. Te toca y punto. Salvo que seas de Bilbao, que dicen que pueden nacer donde quieran, el resto de los mortales venimos al mundo donde nuestros padres y la Seguridad Social disponen. Y ahí entra en juego la caprichosa rueda de la fortuna o, si lo prefieren, el dedo del Supremo Hacedor que señala el lugar en que veremos las primeras luces. Nadie puede elegir entre nacer en una favela de Río de Janeiro o en la mansión de Donald Trump, ni escoger si prefieres ser británico, japonés o eslovaco; si venir al mundo en un lugar paradisíaco junto a la playa o en un igloo del Ártico.
Pero está claro que, una vez que estás en esta Tierra, hay cosas estupendas de tu lugar de nacimiento y otras que no lo son tanto. Si tienes la fortuna de nacer en un país desarrollado como, por ejemplo, Gran Bretaña, contarás con una extraordinaria historia como nación o con una buena renta per cápita pero, a la vez, sentirás la desolación de ver que tu plato nacional es el fish and chips, que te quemas la piel con los primeros rayos de sol y que hay pocas cosas más aburridas que un partido de cricket.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSi naces en Francia, podrás presumir de grandeur, de unos excelentes vinos y quesos y de un idioma en el que se han escrito algunas de las páginas más sobresalientes de la literatura universal pero, a la vez, que eres uno de los pueblos que goza de menos simpatías entre el resto de países, que fríes todo con mantequilla y que no eres capaz de pronunciar correctamente ningún idioma.
Un alemán sabe que su pueblo es tremendamente trabajador y disciplinado y que cuenta con unas extraordinarias autopistas, pero también que pocas cosas tienen menos gracia que un chiste contado por un compatriota.
El estadounidense tiene motivos, sin duda, para sacar pecho, como primera potencia mundial que es su nación, pero todo el mundo es conocedor del ridículo que hacen los americanos cuando tienen que situar un país (o, incluso, un continente) en el mapa o de su impenitente manía de poner kétchup hasta en el marisco.
Lo que debe ser terriblemente desagradable es nacer en un país del que no te guste absolutamente nada
Sin embargo, lo que debe ser terriblemente desagradable es nacer en un país del que no te guste absolutamente nada. En España, sin ir más lejos, tenemos varios especímenes de este tipo. Son españoles a quienes lo que menos les gusta es, precisamente, ser españoles. Parece una contradicción en sí misma, pero no lo es. Se trata de compatriotas a los que les desagrada enormemente su himno, su bandera, su historia, su arte y hasta el nombre de España.
Por lo general, son personajes resentidos, rencorosos, llenos de complejos y sectarios. Son incapaces de superar sus prejuicios y se enrocan en su idea de que la bandera rojigualda es una herencia del franquismo, así como el himno, y que los únicos años que merecen la pena de la riquísima historia de España son, precisamente, los aciagos de la II República. El resto no es más que oscurantismo y fanatismo.
En estos últimos Juegos Olímpicos de Río, rechinaron cada una de las siete veces que sonó la Marcha de Granaderos en los estadios deportivos ante cada medalla de oro y vomitaban su rencor a través de las redes sociales. Les parecía mal que cualquiera de nuestros deportistas se emocionara al contemplar la bandera de España ondeando en lo más alto y les atacaban sin piedad a pesar de sus triunfos.
Tiene que ser un incordio vivir así de amargado. Y más en España, donde contamos con una extraordinaria historia y con un riquísimo acerbo cultural; somos una de las naciones más antiguas del mundo, y en gran parte del globo encontramos restos de la presencia de nuestros antepasados.
En fin, lo siento por ellos: por los resentidos que se encuentran incómodos en su propio país y ante sus símbolos. Nuestra bandera es y seguirá siendo la rojigualda; el himno está bien como está y la historia ya está escrita, por mucho que les pese. Pobres resentidos.