La muerte de José María Íñigo me ha hecho retroceder por el túnel del tiempo a la televisión de los años 70 y 80, la televisión de mi infancia y juventud, antes de que el poltergeist chabacano de los Gran Hermano, los Supervivientes y la salsa rosa se colara en los hogares e inundara de basura la retina del espectador.
Frente a la abundancia invasiva y mareante de ahora, aquella era una tele modesta, imperfecta y en blanco y negro (el color llegó al filo de los 80). Y sólo disponíamos de canal y medio (TVE y el UHF). Tan considerada con el espectador que echaba el cierre por la noche para respetar su sueño (el himno y la bandera); y hasta hacía la siesta (fundía en negro tras la sobremesa y no volvía hasta que los peques merendaban con La casa del reloj y Gaby, Fofo y Miliki).
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPero con pocos medios y mucho talento aquellos profesionales crearon un cóctel irrepetible de información y entretenimiento: del Estudio Abierto de Íñigo al Verano Azul de Antonio Mercero, pasando por el Un, dos, tres de Chicho y Kiko (Chicho Ibáñez Serrador y Kiko Ledgard), o La Clave de José Luis Balbín, cuando era posible debatir sin morder yugulares, fumar en pipa y pensar por libre.
Tan irrepetible que nunca más se ha visto nada parecido en España, con alguna honrada excepción, como el fenómeno Intereconomía TV, oasis de calidad y personalidad en un desierto de telebasura y duopolios.
Aquella TVE no era la BBC ni lo pretendía. Pero rindió un inestimable servicio público a varias generaciones de españoles
Aquella TVE no era la BBC ni lo pretendía. Pero rindió un inestimable servicio público a varias generaciones de españoles. Corresponsales como José Antonio Plaza, Cirilo Rodríguez, Paloma Gómez Borrero o Jesús Hermida abrieron las ventanas de España al mundo exterior (todos los estudiantes de Periodismo queríamos ser Hermida y su flequillo), que del interior se encargaba el Informe Semanal de Pedro Erquicia (otro pionero, recientemente fallecido).
El rey de la divulgación científica era Félix Rodríguez de la Fuente (Planeta azul, El hombre y la tierra) mostrando la vida y costumbre de los guepardos del cráter del Ngorongoro o la parada nupcial del urogallo pirenaico. Y la cultura permeaba el entretenimiento: Cesta y puntos (el viejo Bachillerato en la cancha de basket); Antología de la Zarzuela; o El tiempo es oro, con la voz inconfundible de Constantino Romero (o ¿era Clint Eastwood?).
En una noche podías saltar del Estudio Estadio presentado por Pedro Ruiz a Fortunata y Jacinta (versión de Mario Camus, con Ana Belén) o al magazine de José María Íñigo, que lo mismo entrevistaba en vivo y en directo al doctor Barnard, autor del primer transplante de corazón que al Nobel ruso Solzhernitsin, a Uri Geller el de las cucharillas, Ursula Andress, Vargas Llosa, Charlton Heston o Kubala.
Eso era la televisión. Sancho Gracia en la piel de D’Artagnan o de Curro Jiménez, Manuel Ferrandis en la de Chanquete, Concha Velasco (que unos días era doña Inés frente a D. Juan Tenorio-Paco Rabal y otros la Teresa de Jesús dirigida por Josefina Molina). Y Crónicas de un pueblo, y Rosa María Mateo, Alfredo Amestoy, José Luis Pecker, José Ángel de la Casa, Isabel Tenaille, y la Empanadilla de Noche de Martes y Trece, y hasta un cura de voz cálida (Angel García Dorronsoro) que recogía con pala a los espectadores morriñosos el domingo por la noche en Tiempo para creer y les animaba con reflexiones espirituales para comenzar la semana.
Y las entrevistas de Joaquín Soler Serrano a grandes escritores y las de Mercedes Milá, cuando todavía era Mercedes Milá y no otra cosa; y los Hombres del Tiempo, los hermanos Mariano y Fernando Medina, Montesdeoca, y Eugenio Martín Rubio que se apostaba el bigote a que llovía y al día siguiente el día amanecía soleado y él afeitado.
Todo eso terminó en los años 90 cuando llegaron las cadenas privadas y empezaron a competir en bazofia y pan-y-circo, siguiendo la estela hortera de Canale Cinque de Berlusconi; y cuando se implantaron las autonómicas de la FORTA, cajas de resonancia del cacique de turno (ora PSOE, ora PP, ora Pujol) y agujeros por donde se iba a chorros el dinero del contribuyente.
Las tertulias se trocaron en patio de verduleras; y el talento en capacidad de vomitar intimidades de ‘donnadies’ convertidos en ídolos de barro
Las tertulias se trocaron en patio de verduleras; el espectáculo, en morbo; el talento, en capacidad de vomitar intimidades de donnadies convertidos de la noche a la mañana en ídolos de barro; y los concursos, en «pornografía de los sentimientos» según la expresión de Carlos Boyero, crítico de El País. Ya nada volvió a ser igual en aquella caja que se había vuelto definitivamente tonta y que trataba a los espectadores como subnormales.
Como el replicante de Blade Runner los de la generación de los años 70 hemos visto cosas que no creeríais: La muerte de un viajante, El avaro de Molière o El caballero de Olmedo representados en el mítico Estudio 1; ciclos de cine de Bogart, Gary Cooper o Montgomery Clift, presentados por la voz imposible de Alfonso Sánchez; a una jovencísima Ana Belén en La pequeña Dorrit, de Dickens, o a José María Rodero dando sopas con onda a Henry Fonda en Doce hombres sin piedad. ¿Alguien imagina en las teles de ahora a Calderón, Chejov, Shakespeare o Jardiel Poncela?
Los españoles de mi generación asociamos las patillas y el bigotón de Íñigo (eso sí que era televisión de autor) a aquella España de finales del franquismo y primeros años de la democracia, que ahora nos parece la Prehistoria, cargada de promesas y esperanzas, ni mejor ni peor que la del siglo XXI, pero entrañablemente nuestra.
Y lo asociamos también a otra televisión, que no apabullaba, que fumaba en pipa, y trataba al espectador como éste se merecía: con buen gusto e inteligencia.