El odio que se destila en las redes sociales alcanza niveles a los que nunca nos acostumbraremos. Últimamente han tenido gran repercusión, debido a una sentencia judicial condenatoria, los brutales tuiteos vertidos por Ramón Vera (que ahora se hace llamar Cassandra) contra víctimas del terrorismo y otras personas, por el simple hecho de que no compartía sus ideas.
La tal Cassandra es sólo un ejemplo entre miles. La proliferación de mensajes en internet cargados de furia, en los que se desea la muerte o se justifica lisa y llanamente el asesinato de personas con nombres y apellidos, por razones ideológicas, es una realidad atrozmente cotidiana.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEl fenómeno ha alcanzado niveles de auténtico paroxismo con el ataque informático a las cuentas de Hazte Oír, mediante el cual unos criminales han tratado de destruir civil y moralmente a su presidente, Ignacio Arsuaga, y de dañar a su familia con procedimientos de carácter tan vil y miserable que uno se pregunta de dónde surge tanto odio.
El terrible «delito» de HO consistió en fletar un autobús rotulado con las afirmaciones: «Los ninos tienen pene. Las ninas tienen vulva»
Como es sabido, el terrible «delito» de HO consistió en fletar un autobús rotulado con las afirmaciones: «Los ninos tienen pene. Las ninas tienen vulva». De modo automático, numerosos medios de comunicación se refirieron al vehículo como «el bus tránsfobo» o «el autobús del odio», entre otros calificativos de condena.
Sin duda, el posicionamiento de los medios contribuyó a que el autobús y sus ocupantes fueran objeto de graves ataques vandálicos, en su recorrido por diversas ciudades españolas. No deja de resultar sintomático que quienes participan en estos actos, o los jalean, sean de palabra los más exquisitos defensores de la tolerancia.
Aquí reconocemos la vieja técnica de culpar al otro de los propios defectos. La principal acusación que esgrimen los «odiadores» políticos consiste en atribuir, a quienes discrepan de ellos, la voluntad de fomentar el odio hacia grupos minoritarios, como por ejemplo los transexuales.
Los promotores de la campaña del autobús naranja han dejado bien claro que en absoluto apoyan ningún tipo de discriminación ni falta de respeto hacia quienes, por la razón que sea, no están conformes con su sexo biológico, máxime si son menores.
Lo único que defienden es la libertad de los padres de transmitir a sus hijos sus convicciones, sin la imposición en las escuelas de la ideología de género, según la cual la transexualidad no es ningún trastorno, sino una elección libre e intrínsecamente inocua del individuo. Teoría que, como todas, se podrá discutir. ¿O no?
Pero toda explicación es inútil. A las pocas horas de que fuera presentada la campaña de HO, ya teníamos en televisión al padre de una niña transexual (conocido actor pornográfico, por más señas) haciéndose la víctima y sugiriendo que el autobús era culpable de un supuesto caso de acoso escolar, del que acababa de tener noticia. La máquina de generar odio contra quienes «fomentan el odio» ya estaba en marcha.
Ahora bien, la estrategia mediática del odio no es ella misma la explicación del origen de esta emoción. Dicho origen hay que buscarlo en un estrato más profundo, en un grave malentendido de la palabra tolerancia.
Todo el mundo conoce la célebre cita atribuida a Voltaire, aunque yo confieso ignorar su procedencia exacta: «No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por defender su derecho a decirlo». A mí siempre me han parecido unas palabras un tanto melodramáticas. La vida es demasiado preciosa para entregarla, aunque sea indirectamente, por algo que reputamos un error.
La tolerancia consiste en respetar al otro como persona, aunque no compartamos sus creencias o su modo de vida
Sin embargo, algo de verdad hay en ellas. La tolerancia consiste en respetar al otro como persona, aunque no compartamos sus creencias o su modo de vida. Se trata a todas luces de una virtud de naturaleza inequívocamente evangélica, por mucho que los cristianos seamos habitualmente tan torpes practicándola como el resto de la humanidad.
Fue el propio Cristo quien señaló que no había ningún mérito extraordinario en amar a quien nos ama (Mateo, 5, 46-48). En el ámbito ideológico, tolerancia (si efectivamente debe ser el nombre de una virtud) es la que se ejerce no con aquel que piensa como nosotros, sino con quien discrepamos. Tolerar no es simpatizar con las ideas de alguien, sino respetarlo, a pesar de que juzguemos erróneos sus puntos de vista.
La tolerancia no me impide criticar las ideas que considero equivocadas. Todo lo contrario, precisamente porque deseo el bien de las personas que las sostienen, trataré de argumentar para sacarlas de su error. Y si eso no es posible sin violentarlas, las dejaré en paz, en la medida en que el respeto sea recíproco, y ellas no me impidan vivir a mí según mis creencias.
La tolerancia no tiene nada que ver con el relativismo, la concepción de que cada uno tiene «su» verdad. Ser tolerante no consiste en dar la razón al otro, como a los locos. Nicolás Gómez Dávila lo definió perfectamente en uno de sus aforismos: «Tolerar no debe consistir en olvidar que lo tolerado sólo merece tolerancia». Tolerancia no es adhesión a lo tolerado.
Pero insensiblemente, nuestra época ha olvidado el verdadero significado de esa palabra. Ahora resulta que tolerar es aceptar como válido lo que el otro piensa, aprobar su modo de vida. Y si no me pliego a ello, soy un intolerante. No basta, por ejemplo, con que yo respete a las personas homosexuales, y por supuesto esté en contra de cualquier vejación o injusticia que sufran debido a su inclinación.
Para no ser considerado un peligroso «homófobo», tengo que admitir que la homosexualidad es tan valiosa como el amor conyugal entre hombre y mujer
Para no ser considerado un peligroso «homófobo», tengo que admitir que la homosexualidad es tan valiosa como el amor conyugal entre hombre y mujer. Debo otorgarle un estatuto de «normalidad». Y debo permitir que las asociaciones LGTB dicten la enseñanza que recibirán mis hijos.
Algo análogo sucede en muchos otros aspectos del debate político contemporáneo. No basta con que yo respete individualmente a las personas de credo musulmán. Tengo que tragarme el cuento de que el islam es una religión de paz, sin relación alguna con el yihadismo, y que no hay ningún problema con el crecimiento de la poblacion musulmana en Europa, porque de lo contrario resulta que estoy alimentando la islamofobia.
El reverso de la errónea concepción progresista de la tolerancia es patente. Si el mérito no es ya respetar al prójimo a pesar de las diferencias, sino eliminarlas, o fingir que no existen, el discrepante queda automáticamente excluido del círculo de la tolerancia. El mundo pasa a dividirse en dos tribus, los «tolerantes» (que comparten la cosmovisión progresista) y los «intolerantes», que discrepan de los primeros, y que por tanto no merecen la menor consideración.
Así hemos llegado a la aberrante situación actual, en la cual, por el mero hecho de sostener creencias como las cristianas, que están en la base de nuestra civilización, puedes ser acusado de fomentar el odio, e incluso sancionado penalmente. ¡Todo ello en nombre de la tolerancia! Curioso destino el de algunas palabras, que acaban sirviendo para defender lo contrario de lo que significan.