Han pasado cuarenta años pero sigue siendo un tabú. Para la gran mayoría Franco es como el tabaco, es decir el mal absoluto sin mezcla de bien alguno. Cuando hace cuatro décadas, la gran mayoría hacía cola en la tumba del Generalísimo (entonces se llamaba así) y fumaba Ducados o Winston o Celtas cortos sin parar. ¿En qué quedamos?
Para bien o para mal ha sido el personaje más importante de la España del siglo XX, pero también el más vilipendiado, el más ninguneado, el que más tópicos soporta… hasta el punto de que es imposible estudiarlo desapasionadamente sin toparse, otra vez, con los dos bandos cainitas, que ya no luchan en la trinchera sino en las cátedras de Historia.
Cualquiera soporta mejor que le mientan a su madre antes que le tilden de franquista. Sin embargo, todos somos descendientes del franquismo. Nos guste o no, no tenemos más remedio que reconocer que la Transición es hija del aquel Régimen –aunque sea una hija natural no reconocida–; que la democracia hubiera sido imposible sin el empuje modernizador, económico y social, que supusieron los cuarenta años, como subraya el hispanista Stanley G. Payne en el artículo publicado en Actuall: y que buena parte de la clase política democrática lleva apellidos de prebostes de la Ominosa, incluidos muchos socialistas.
Atizar a Franco y al franquismo no sólo sale gratis sino que es una forma de adquirir el certificado de limpieza de sangre que tienen los nuevos conversos: los políticos progres y los aspirantes a diputados, concejales, consejeros autonómicos y adjudicatarios de licencias de obras.
¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que se reconozcan las virtudes del franquismo? –los defectos los hemos aprendido en el catecismo de la doctrina progre–.
¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que la Historia ponga al franquismo en su sitio y se reconozca las virtudes que tuvo? –los defectos los hemos aprendido de carrerilla en el catecismo de la doctrina progre–.
¿Cuándo se admitirá que fue un oasis de libertad relativa, de vitalidad social y de prosperidad económica? Y sobre todo que supuso el punto de inflexión de la España contemporánea para superar el atraso y entrar, de una vez por todas, en la modernidad.
Fue una dictadura, pero a diferencia de otros regímenes nunca presumió de democracia; y sí, arrastraba la mancha original de la sublevación contra la legalidad republicana. Pero eso no es novedad.
Todos los regímenes llegan al poder por un atajo ilegal: la II República (mediante unas elecciones municipales); la Democracia (al volver del revés las Leyes Fundamentales como su fuera un calcetín); la revolución del té en las Trece Colonias americanas, a tiro limpio; Napoleón con el golpe de Estado de 18 Brumario, derrocando al Directorio y proclamándose primero cónsul y luego coronándose emperador. Napoleón, ese que todo francés venera.
La lección de Macbeth y los Soprano
Es el principio implícito del Derecho Político: no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Incluso una tortilla tan consensuada como la de la Transición, aunque al digerirla encontremos el trocito de cáscara de los nacionalismos (toses).
El Macbeth de Shakespeare, los Soprano y la Historia nos enseñan que los nacimientos de las naciones y de los regímenes suelen ser sangrientos y que la legitimidad no es más que la guinda que se coloca sobre una tarta de cadáveres. O de leyes retorcidas para hacerlas decir lo contrario de lo que decían, como ocurrió hace ahora exactamente 40 años.
El poder, como la energía, ni se crea ni se destruye simplemente se transforma… lampedusianamente. Pero algunos siguen creyendo en los Reyes Magos.
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