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El hombre que susurraba a los mejillones belgas

El presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, y el de la Generalidad catalana, Carles Puigdemont, a las puertas de La Moncloa.

El presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, y el de la Generalidad catalana, Carles Puigdemont, a las puertas de La Moncloa.

Mientras se va acercando el 21 de diciembre, fecha de las elecciones catalanas, a los españoles se nos intenta convencer de que los inclasificables hechos políticos que se suceden desde el 1 de octubre entran en un devenir esperable en una democracia occidental.

Mariano Rajoy habla de “recuperar la normalidad” en Cataluña, cuando todo retroceso al pasado equivaldría a legitimar las cuatro décadas de corrupción nacionalista oficializadas en la autonomía catalana.

Inés Arrimadas emplea también la palabra de marras al anunciar que Ciudadanos es el partido de la “gente normal”, sin darse cuenta de que está llamando anormales a cientos de miles de catalanes cuyo voto necesita para “normalizar” esa autonomía que según Rajoy ya era normal antes de todo este despropósito.

¿Por qué el gobierno del PP tuvo una actuación tan lamentable el 1 de octubre, intentando reprimir por la fuerza el referéndum catalán?

El 21 de diciembre, tres días antes de Nochebuena, el gobierno ha convocado unas elecciones autonómicas catalanas a las que se presentan, además de los partidos constitucionalistas que respetan la democracia, los partidos nacionalistas que han puesto en jaque al gobierno declarando que Cataluña es una república independiente. La palabra disparate se queda corta.

Mientras van pasando los días parecen despejarse algunas incógnitas de este delirante otoño catalán que ha copado el interés de la prensa nacional e internacional. La pregunta que permanece en el aire casi dos meses después es:

¿Por qué el gobierno del PP tuvo una actuación tan lamentable el 1 de octubre, intentando reprimir por la fuerza el referéndum catalán, cuando lo inteligente hubiera sido no hacer absolutamente nada?

El presidente del gobierno Mariano Rajoy / EFE

Pues bien, al parecer Rajoy estaba convencido en la noche del 31 de octubre de que los secesionistas no tenían urnas para llevar a cabo el simulacro de referéndum.

Sin recipientes donde poder meter las papeletas electorales, obviamente, toda la operación nacionalista se veía abajo. Esta versión de los hechos sostiene que el empresario Jaume Roures ―dueño del diario Público y fundador de “La Sexta”― habría engañado al presidente del gobierno, asegurándole que le iba a comunicar el emplazamiento de las urnas antes del 1 de octubre, compromiso que Rajoy daba por válido.

En el último momento Roures se habría retractado de su promesa, alegando que no existía el susodicho escondite de las 10.000 urnas. Es decir, que Rajoy se habría quedado convencido de que la convocatoria del 1-O se quedaría en un bluf.

El CNI, por su parte, habría sido incapaz de descubrir ningún almacén o silo usado para esconder las urnas, como tampoco había logrado detectar ninguna estrategia popular de traslado y ocultación de las urnas.

Entre tanto, una cuidadísima operación lograba coordinar sigilosamente a los 943 municipios y barrios catalanes para introducir las urnas de fabricación china en España a través de Francia.

Un catalán indepe me contaba la semana pasada en Madrid que había estado cenando en una granja de las afueras de Barcelona donde le explicaron que el baño estaba en el exterior de la casa, como es frecuente en las casas de campo. Al buscar el lugar indicado abrió por error la puerta de un granero y vio que estaba lleno de urnas electorales apiladas.

Regresó a la mesa y siguió cenando sin decir nada. El pacto de silencio funcionó a la perfección, con las urnas repartidas en casas de particulares, mientras el gobierno permanecía ajeno a la cuidada operación.

La grotesca reacción de enviar a la policía a impedir a los catalanes votar el 1 de octubre habría sido, según esta plausible versión de los hechos, el impulso casi infantil de un gobierno que en cuestión de horas se sabe desinformado ―por un CNI inútil― y engañado por el catalanista Jaume Roures.

Tras este patético episodio inicial cuya cara visible fue una violencia centuplicada por la amarillista prensa occidental ―España gobernada por un Franco del siglo XXI llamado Mariano Rajoy, que manda antidisturbios a Cataluña para partir el cráneo a las viejecitas que pretendían votar, según The Economist―, Carles Puigdemont se instaló en Bruselas y, pareciendo por momentos un agente doble del gobierno español, se ganó el desprecio casi unánime de la prensa internacional.

Mientras los sondeos auguran buenos resultados el 21D para la candidata Arrimadas, en el bloque independentista se discute si Puigdemont debe ser presidente de la Generalitat

Su rueda de prensa en Bruselas se calificó de “circo” mientras a él se le etiquetaba como el “payaso catalán” y “un nuevo mártir” en el mejor de los casos. El pintor madrileño Eduardo Arroyo asegura que Puigdemont es “tan bobo” que ha logrado resucitar la bandera nacional, que al fin se exhibe sin complejos.

El periodista griego Yannis Koutsomitis bromeaba en Twitter sobre las cenas de Puigdemont en Bruselas, mientras el conserje del hotel Chambord contaba que a él le había pedido nombres de locales con buena música jazz en la capital belga.

En noviembre Puigdemont celebró su mes como secesionista a la fuga asistiendo en Gante a la ópera antiespañola “El Duque de Alba”, de Donizetti, sobre la lucha de Flandes contra España.

Tan instalado parece en su nuevo hogar que la web humorística española El Mundo Today ha publicado un artículo titulado “Puigdemont insiste en que la República Catalana era Bélgica”.

Mientras los sondeos auguran buenos resultados el 21D para la candidata anti-secesionista Inés Arrimadas, en el bloque independentista se discute si Puigdemont debe ser presidente de la Generalitat aunque no gane las elecciones, siempre y cuando los escaños de ERC, Junts per Catalunya y la CUP sumen una mayoría absoluta.

Todo esto no impide disfrutar de su periplo belga a nuestro secesionista huido, de quien ya solo parece acordarse con ira Junqueras desde la cárcel.

Puede que acabe consiguiendo un trabajo de camarero en uno de los restaurantes de moules-frites en la Grand Place, como aventuraba Graham Keeley en el Times. Ya hay quien dice que nadie ha hecho tanto por la unidad de España como Carles Puigdemont, el hombre que susurraba a los mejillones belgas.

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