
En el siglo V a.C. Atenas, libre al fin de los tiranos que la habían dominado durante décadas, instauró la democracia, con el tiempo su puntal de supremacía y prestigio.
Pero al ir sentando el novedoso autogobierno asomó una contrariedad ―hoy considerada intrínseca al menos malo de los sistemas políticos―: la imposibilidad de refrenar a quienes no anhelaban la cohesión, fortalecimiento y grandeza de una polis soberana, sino aprovechar los ángulos muertos para desarrollar su ambición individual con las cicateras maquinaciones correspondientes.
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Suscríbete ahoraParecía obvio que, si se toleraba su actividad, estos sujetos impondrían la discordia, fragmentarían la polis en bloques contrapuestos y suscitarían una agresividad colectiva que pondría en jaque la democracia lograda con tanto esfuerzo.
¿Todo esto resulta de sobra conocido? Ocurrió hace cerca de tres milenios, pero los siglos no parecen haber transcurrido.
Tras aquel experimento inicial, la democracia no se volvió a recuperar como sistema de gobierno hasta finales del siglo XIX
Como decíamos, la democracia fue un novedoso proyecto político de la Grecia clásica, que lo ensayó durante los siglos V y IV a.C. Tras aquel experimento inicial no se volvió a recuperar como sistema de gobierno hasta finales del siglo XIX, por considerarse imposible de poner en práctica.

Este escepticismo democrático era simple ignorancia política, unida al hecho de que no pagar impuestos impedía mediar en la distribución del gasto público. Tanto los revolucionarios que derrocaron el absolutismo en Inglaterra y en Francia como los que instituyeron la república estadounidense, organizaron sistemas parlamentarios no verdaderamente democráticos, pues solo votaba un sector de la población.
En cuanto a España, la Constitución de 1812 se promulgó un par de décadas después de la Constitución norteamericana de 1787, pero a los dos años la derogó Fernando VII
En cuanto a España, la Constitución de 1812 se promulgó un par de décadas después de la Constitución norteamericana de 1787 y la francesa de 1791, pero apenas dos años después, en 1814, el rey Fernando VII la derogaba para poder reinar como monarca absoluto.
La aportación genuinamente española de la Constitución de Cádiz es el término liberal, pues así se hacían llamar sus autores, partidarios de las libertades individuales y de la acotación del poder monárquico.
Si la Constitución norteamericana era la proclama de una “democracia” federal y la Constitución francesa reglamentaba la escisión popular del feudalismo monárquico, el espíritu liberal de “La Pepa” encarnaba la conciliación de lo ya existente con lo venidero.

Esa fusión de tradición y progreso sigue siendo, dos siglos largos después, lo que define el liberalismo, tan extendido en Occidente como vilipendiado por quienes, sin saber exactamente lo que significa, le atribuyen todos los males en el mundo habidos.
La mayoría de las democracias occidentales son democracias liberales, es decir, sistemas representativos regidos por una constitución que complementa la regla de la mayoría, protegiendo los derechos y libertades de cualquier minoría y en general de cualquier persona.
Pero la imprescindible generalización del sufragio se difundió de manera gradual, siendo en el siglo XX cuando se implantó el sufragio universal, que es la quintaesencia de la democracia.
Desde los extremistas de izquierdistas en Venezuela y Grecia hasta los extremistas de derechas partidarios de Trump en Estados Unidos o los brexiteros
Hace veinticinco años Francis Fukuyama se convertía en un ensayista de renombre mundial al proclamar que con la democracia liberal se acababa la historia de la humanidad. Pero el reloj de la historia ha continuado su avance implacable, desvelando los retos colosales de una democracia cada vez más globalizada.
Desde los extremistas de izquierdistas en Venezuela y Grecia hasta los extremistas de derechas partidarios de Trump en Estados Unidos o los brexiteros aislacionistas en Reino Unido, una plétora de votantes amargados ha caído en las redes de demagogos populistas supuestamente democráticos.
Los movimientos nacionalistas, análogos a los que desencadenaron la Primera Guerra Mundial, han renacido o descargan ahora sus reivindicaciones, como es el caso de Cataluña.
Conforme las clases medias se debilitan, los ciudadanos empobrecidos rechazan ―sin saber lo que son― la globalización y el liberalismo económico. Los partidos políticos occidentales, más polarizados que nunca, se enfrentan al estancamiento de ideas con propuestas tribales que parecen querer entretener al electorado, en vez de buscar soluciones verdaderas.
Las dos últimas décadas ―lo siento, Fukuyama― probablemente hayan sido las mejores de la historia de la humanidad, con una reducción de pobreza colosal en un mundo más informado que nunca. Pero millones de votantes occidentales, manipulados por sus respectivas élites políticas y mediáticas, se sienten abandonados.

De los 7.400 millones de seres humanos que pueblan la Tierra, algo más de la mitad viven en países considerados democráticos.
La paradoja de la democracia es que, conforme se extiende por el mundo global como una epidemia, contagiando su espíritu reivindicativo, genera un creciente pavor. En las clases altas, temerosas de perder sus privilegios; y en las clases bajas, temerosas de no obtener sus derechos postergados.