Es ya un lugar común acusar a determinada izquierda de «rancia», volviendo en su contra uno de los adjetivos que tanto le gusta esgrimir para atacar y caricaturizar a la derecha. Se trata, en cualquier caso, de un recurso retórico francamente pobre. Pero usado por la derecha, es además inepto. Porque supone admitir implícitamente el marco mental progresista, que identifica sistemáticamente lo antiguo o tradicional con lo caduco, con aquello que debe ser superado obligatoriamente.
Hay en efecto una derecha que en su forma de criticar o disentir del discurso dominante de izquierdas no hace más que reforzarlo. Es esa derecha que, por ejemplo, deplora el anticlericalismo desde una defensa meramente formal de la libertad religiosa, eludiendo timoratamente cualquier valoración del cristianismo, como si su importancia en nuestra sociedad no fuera mayor que la del zoroastrismo.
Es también esa derecha que muestra su firmeza frente a los nacionalismos separatistas, pero dejando claro que su argumentario está inmaculadamente limpio de cualquier traza de «españolismo rancio» (sobre todo, no olviden lo de rancio) y se debe exclusivamente al constitucionalismo y el cosmopolitismo más acendrados.
Es la misma derecha que atribuye mecánicamente a herencia franquista los efectos perversos del intervencionismo estatal, como la rigidez del mercado laboral, sin que parezca inquietarle la cuestión de cómo se alcanzó el pleno empleo en los años sesenta, con una legislación tan supuestamente inflexible.
Excuso decirlo, este tipo de críticas a la izquierda no hacen la menor mella en sus destinatarios, que suelen recibirlas con una mezcla de incredulidad e hilaridad. Pero sobre todo, son claramente autolesivas. Patentizan que se ha asumido el imaginario progresista, según el cual no hay nada mejor que ser un adepto inequívoco del antifranquismo, ese refugio de tantos canallas que odian a la nación española (concepto discutido y discutible) y a la Iglesia.
Cayetana Álvarez de Toledo nos ha proporcionado un notable ejemplo de la derecha más chic, empeñada en recibir la aprobación de la progresía a cualquier precio, en un reciente artículo titulado Política de ultratumba. En él critica a Albert Rivera por haberse sumado a la propuesta de Podemos de exhumar el cadáver de Franco. Hasta aquí, diría que comparto su decepción por el joven político, si no fuera porque yo ya venía decepcionado de casa.
Ahora bien, la autora, por si acaso alguien pudiera dudar de su correción antifranquista, insiste en caracterizar el régimen de Franco como algo singularmente horroroso y demodé, pintando a la España anterior a la muerte del dictador como «un país cerrado, sombrío y sometido al doble dogma del fascismo y la fe». No dejen de notar la equiparación subliminal del fascismo con el catolicismo.
Condenar en su conjunto el régimen autoritario que surgió de la guerra civil, sin aludir a la responsabilidad criminal de las izquierdas en la génesis del conflicto, y obviando que dejó una sociedad mucho más próspera y relativamente libre que las dictaduras comunistas de Europa del Este, sin ir más lejos, es la gran mentira que Zapatero elevó a doctrina oficial con la Ley de Memoria Histórica.
Si Cayetana se muestra partidaria de dejar como está el Valle de los Caídos es sólo como mero recordatorio caricaturesco de «una España por fin enterrada»
Si Cayetana se muestra partidaria de dejar como está el Valle de los Caídos es sólo como mero recordatorio caricaturesco de «una España por fin enterrada». Planteada así la cuestión, cuesta entender por qué habría de molestarle tanto la postura de Rivera; total, por un quítame allá esos huesos. El artículo no es más que la contestación a esa pregunta, si bien no formulada explícitamente. En otras palabras: ¿Cómo lanzarle una puya al líder de Ciudadanos, aprovechando la polémica artificial sobre la tumba de Franco, sin que me llamen facha?
La respuesta es arquetípica. Basta con decir que Rivera ha caído en el rancio guerracivilismo de siempre (el rancio les tiene que sonar, a estas alturas) y aún peor, en la proverbial “necrofilia” española. Vamos, que nos ha salido un españolazo de cuidado.
Lo de la necrofilia lo explica Cayetana no sin alguna brillantez, digna de mejor causa. Es que Sarkozy le dijo un día que la identidad española podía resumirse en «los toros y la obsesión con la muerte». Que no sé si es una gran verdad sobre España o más bien sobre la percepción francesa de nuestro país, pasada por Carmen de Bizet. El caso es que asumir la propia identidad, cualquier identidad, supone incurrir en pecado nefando para Cayetana.
Pero Cayetana lo mezcla todo, porque para ella el patrón de referencia de lo puramente inaceptable parece ser la España católica y tradicional
Profanar tumbas es una infame bellaquería hoy, como lo ha sido siempre, y también es, por cierto, todo lo contrario de venerar una reliquia como el brazo incorrupto de Santa Teresa. Pero Cayetana lo mezcla todo, porque para ella el patrón de referencia de lo puramente inaceptable parece ser la España católica y tradicional, que de alguna manera resume con el sesudo concepto de lo «casposo». Vulgaridad adjetivadora que descalifica por sí sola a quien la emplea.
Una derecha que reduce su concepción de España a un artículo de la Constitución; una derecha que no ha sabido elaborar su propia concepción del franquismo, sino que se ha limitado a adoptar por omisión cobarde o perezosa la mitología comunista; una derecha que poco menos se avergüenza de la fe católica…, es una derecha que se detesta a sí misma.
Es tanto la derecha de Rivera como la de Cayetana y los dirigentes del Partido Popular, con diferencias de matiz en el fondo irrelevantes.
Y todo para nada, pues como más se esfuerza tal derecha en hacerse perdonar su existencia, más desprecio suscita entre sus enemigos. Parafraseando a Nicolás Gómez Dávila, podríamos decir que el mundo sólo respeta al conservador que no se excusa. ¿Saben cómo califican a Cayetana Álvarez de Toledo en un medio afín al secesionismo catalán? Como «el ala dura de la derecha española» y «la nueva cara del nacionalismo español«. Díganme de qué le sirve tanto juramento de cosmopolitismo y rabiosa modernidad.
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