A finales de la Segunda Guerra Mundial las tropas norteamericanas que entraron por primera vez en los campos de concentración quedaron sobrecogidas. Y según iban descubriendo las atrocidades que en ellos se cometieron, su estupor iba en aumento. Cómo era posible que el ser humano fuese capaz de engendrar tanta maldad. Pero entre tal cantidad de horror, sobresalía especialmente la trayectoria de médicos como Aribert Heim, de Mauthausen, y el no menos célebre Josef Mengele, de Auschwitz.
A éste último siempre se le ha relacionado con la experimentación genética, aunque lamentablemente, el llamado “doctor muerte” abarcó mucho más. De hecho, hoy se sabe que los médicos de los campos de exterminio perpetraron a los infortunados allí retenidos todo tipo de salvajadas: inocularles el virus de la viruela, provocarles infecciones tetánicas, congelarles vivos para testar los efectos de la hipotermia en el cuerpo humano o infligirles heridas contaminadas con gas mostaza. De estas y otras salvajadas, por cierto, hay cumplida reseña en la exposición itinerante “Auschwitz” que se exhibe estos días en el centro Canal de Madrid.
Y lo peor es que todo lo anteriormente relatado no es sino una pequeña muestra. Cuesta sacar algo positivo de todo ello; si acaso, tomar conciencia de hasta dónde es capaz de llegar el hombre con sus semejantes si se contamina con según qué ideologías. Parece que, una vez conocida tanta ignominia, la lección debería haber servido para darse cuenta de la premisa anterior. Y sin embargo, hubo alguien que extrajo un aprendizaje bien distinto; o más bien cabría decir continuista.
Su nombre es Wouter Basson, y aún vive. Hasta hace no mucho, ejercía como cardiólogo en la ciudad sudafricana de Pretoria, tras haber sido absuelto de 67 cargos de asesinato y torturas “por falta de pruebas”. El que fuera uno de los servidores más fieles del “Apartheid” se tomó muy en serio su trabajo, al frente del programa de guerra química y biológica de Sudáfrica.
A veces, por muy desagradable que resulte, es importante recordar en qué nos podemos llegar a convertir
Una idea, nada más: el exterminio de los “kaffir”, como así llamaban a los negros los “boer”. Su imaginación no tenía límites. Llegó a fabricar paraguas capaces de proyectar balines infectados de carbunco. O cartuchos para disparar con una pistola de aire comprimido en cuyo interior había ántrax. Fue capaz de introducir veneno en la goma de pegar de los sobres de correos que se vendían sólo en los townships o barriadas negras en incluso mezcló semillas de ricino, un potentísimo veneno, en barriles de cerveza destinados a bares de negros. Intentó envenenar a Nelson Mandela con estricnina, pero no lo logró. Tampoco tuvo éxito en la intentona de acabar con el prelado Desmond Tutu, impregnando su ropa interior con una sustancia letal que fue detectada a tiempo por la policía fronteriza de Namibia.
A veces, por muy desagradable que resulte, es importante recordar en qué nos podemos llegar a convertir. Por eso la salida de uno de museos más impresionantes del todo el mundo, el Vad Yashem o Museo del Holocausto en Jerusalén, intenta que el visitante se lleve un sentimiento de esperanza. Esperanza de que algo así no se vuelva a repetir. Esperanza de que nadie vuelva a ser capaz de provocar tanto daño. Esperanza, en una palabra. En hebreo, además, da nombre a su himno: Hatikvá.
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