Hace pocos días daba la vuelta al mundo la noticia de un misionero americano, John Allen, asesinado en la misteriosa isla de los caníbales y las flechas. Para el lector que ande un poco perdido, explicaré brevemente qué isla es esta.
Se trata de un pedazo de tierra minúsculo, en territorio indio, sobre el que se han hecho mil reportajes, siempre desde la lejanía. La isla está llena de familias que nunca han tenido contacto con el resto del planeta. Es posible que vivan como lo hacían hace 3.000 años.
Se comunican con flechas, también los niños, que tienen menos puntería y practican el canibalismo. Son salvajes, se mire por donde se mire. En verdad, la isla despierta una gran fascinación, pues aunque existe en pleno siglo XXI, está anclada en el XIII. En realidad, lo que uno se encuentra allí no es muy distinto a lo que debieron encontrar en América en 1492.
Y resulta curioso que algunos justifiquen esa forma de vida, esa cultura, y en el caso del misionero asesinado, digan que la culpa es, por supuesto, del joven y de los que lo acompañaban. Es verdad que ese viaje tenía riesgo, lo sabían y él lo asumía, pero quería acercarles el Evangelio. No olvidemos quiénes son los asesinos.
Desproveerles de la carga de culpa que tienen, es un modo sutil de desproveerles de dignidad. Defenderlos es deshumanizarlos.
Defender que esa es su cultura, y que hay que respetarla, es una gran hipocresía. Primero porque no todas las culturas son buenas.
Y segundo porque quienes dicen eso (“hay que respetar todas las culturas”) son los mismos que aborrecen la cultura judeocristiana (que es la suya) y tratan de destruirla y de combatirla, deben considerarla mala, ¿no?. Por tanto, no todas son buenas.
Así que, no os dejéis engañar. Ni defender la acción de estos indígenas es humanizarlos, ni defender su cultura es amarlos.
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