En un día como hoy, cuesta mucho sentarse delante del ordenador, dar prioridad a unas ideas sobre otras y, sobre todo, evitar que se caliente la lengua hasta alcanzar la temperatura de la cabeza. No digo ya la del corazón.
Igualmente difícil es procurar que estas líneas estén actualizadas al minuto, porque es tal la velocidad a la que se están produciendo los hechos, que un texto con una hora de vida ya ha quedado obsoleto.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEl domingo, quizás, ha sido uno de los días más tristes, absurdos y grises de nuestra actual democracia.
El estupor y la incomprensión sólo eran sacudidos por la tensión acumulada por millones de españoles, que sólo sabían preguntarse: “Y ahora, ¿qué?”.
El desquicie, el sectarismo y la sinrazón de unos políticos regionales hacía saltar por los aires lo que hemos construido durante décadas, inoculando el virus del odio, que tan bien han sabido cultivar y abonar en su terruño, a todos los rincones de España.
La jornada acababa en silencio. El estupor y la incomprensión sólo eran sacudidos por la tensión acumulada por millones de españoles, que sólo sabían preguntarse: “Y ahora, ¿qué?”.
El Gobierno nos había prometido que no se iba a repetir la pantomima del pasado 9 de noviembre, y hubo muchos que se lo creyeron.
Pero iniciaba el día, y los tupperware, muchos ya cargados de papeletas, circulaban a su antojo por toda Cataluña. Buscabas información en la televisión, y la cosa iba a peor: unas cadenas repitiendo programas de la noche anterior, otras con relleno de bajo coste; algunas con algo curioso. Das con la Sexta, y te zampan el desayuno de una mesa de independentistas, entre los que uno, alterado como estuviese recién llegado de la barra de un club nocturno, insinuaba que cuando se diese a conocer la victoria (que, lógicamente, daba por hecha) y se proclamase su república, o España asumía y callaba, o habría que recurrir al conflicto armado.
Javier Sardá miraba atónito, y el presentador hacía mutis por el foro. Cambias de canal antes de que el café vuelva a la taza.
Acudes a la radio, y parece que el compromiso con la información es superior. Locutan desde distintos puntos del noreste español, y no acaba de entenderse bien lo que pasa. Hablan de pueblos y ciudades en calma, de una población viviendo a espaldas de lo que se supone que era un clamor popular, salvo en el entorno de los centros donde se van a perpetrar los actos ilegales anunciados. Se escuchan testimonios de toda índole, pero hay algo que parece ir quedando claro conforme avanzan las horas: la Policía y la Guardia Civil hace lo posible por cumplir las órdenes de los jueces, mientras que los Mozos, por acción u omisión, contribuyen a que se perpetren unos hechos constitutivos de delito.
La perplejidad va en aumento. Y así ha continuado hasta el momento de sentarme a escribir.
En poco, a golpe audiovisual efectista y en escenarios milimétricamente diseñados, los malos quedan como buenos, y los buenos, como malos. Como si fuese la mayor performance dadaísta de la Historia, la lógica y la razón se despedazan contra el suelo informativo y de las milicias de las redes sociales, y brota una cascada caótica de sentimentalismo ignorante, que revela la enorme gravedad del síndrome de Estocolmo bajo el que vive gran parte de la sociedad española.
Mirabas hacia el Gobierno, y te encontrabas con el cuento de aquel rey desnudo, al que nadie se atrevía desvelar la verdad. “No ha habido referéndum”, repetía Rajoy. No sé si a estas horas el presidente y sus ministros se habrán caído ya del caballo, pero entiendo que, si en algún momento despiertan de su letargo, deberían ir asumiendo el error y dedicar unos minutos a pensar una respuesta útil, eficaz y rápida a lo que está por venir.
Rivera sólo quiere que se aplique el 155 para convocar elecciones autonómicas de las que, ingenuo, piensa que va a sacar tajada
Puede ser –aunque tengo serias dudas- que por fin se hayan dado cuenta de que hay que poner más esfuerzos en defender la legalidad y en comunicar con eficiencia, que en desactivar a la sociedad civil y pretender mantener a los constitucionalistas en el mismo perfil bajo en el que se mueven.
Mientras, el partido naranja que, con desdén, permitió la conformación del Gobierno, se acuerda que hay un artículo en la Carta Magna que permite intervenir la Generalidad catalana. Sin embargo, sólo quieren que se aplique para convocar elecciones autonómicas de las que, ingenuos, piensan que van a sacar tajada. Otros patriotas que barren para su casa.
En ese momento, cuando uno cree que los partidos españoles ya hozan en la ciénaga más pestilente, aparecen los próceres de la democracia, ese PSOE tan histérico y desnortado que gira cual peonza sobre el cadáver de lo que quiso ser, y su secretario general, Pedro Sánchez, se descuelga con unas declaraciones en las que llama, por enésima vez, a negociar.
Es decir: Sánchez reconoce como legítimo interlocutor a Puigdemont, al hombre que ha humillado a toda la Nación, a un delincuente confeso, a un individuo que ha capitaneado un golpe de Estado de un alcance infinitamente superior al de 1981. Habrá quien me dirá que de qué me asombro, si los socialistas han tenido al sanguinario etarra Otegi como “hombre de paz”, y han compartido mesa con los terroristas. Pero tengo la dudosa virtud de no acostumbrarme nunca a normalizar lo abominable.
Y para que la puñalada a España no deje lugar a dudas, su Secretario de Política Federal, Patxi López, se despacha a gusto: van a pedir que se depuren responsabilidades por las “cargas policiales”, y repite que la machada nacionalista del domingo tenía que haberse resuelto por cauces jurídicos.
¿Qué cauces, señor López? ¿La aplicación del artículo 155 que lleváis meses demonizando? ¿Obligar a cumplir las sentencias y órdenes de los jueces –que pasa, sí o sí, por la intervención policial-, para que luego corráis a señalar con el dedo a sus mandos?
En este punto de cochura del pastel que nuestros representantes en el Congreso andan cocinando, llega la guinda, el sector más miserable de cuantos deambulan por la piel de toro.
Los de los escraches –o acosos agresivos-, los secuaces de quien sólo cree en la violencia como método para alcanzar el poder, los defensores de los regímenes represores de Venezuela e Irán; los secuaces de un Pablo Iglesias que ha afirmado gozar cuando ve a los suyos golpear a un policía, el que decía que su democracia entra a puñetazos. Los que sustentan los gobiernos de los exetarras de Bildu. Sí, esos. Pues esos, que se excitan con la lluvia de palos (que es lo que les pone de verdad), dicen, por boca de Echenique, que el domingo se utilizó “la violencia contra los pacifistas”.
Ellos y los suyos son quienes, en simbiosis con el separatismo más radical y racista, se han encargado de lanzar el mensaje de que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado (que estaban en Cataluña para defender el Ordenamiento Jurídico de todos los españoles) han ido a atacar a una población indefensa.
Tan indefensa que han apedreado a los agentes, tan inocente que les han lanzado sillas y vallas metálicas, tan democrática que han estado persiguiendo a los no nacionalistas como a judíos en el Tercer Reich y colgando carteles donde pedían que se les señalase.
Son esos, los de los círculos morados, los que han convocado a sus huestes mugrientas para salir en toda España a acosar a los constitucionalistas. Son los que se han echado en manada sobre una pareja de ancianos en Valencia, en un acto que define su vileza y su putrefacta catadura moral.
Los podemitas, fieles al comunismo más rancio, buscan pescar en río revuelto, agitar la calle y no perder la oportunidad que le brinda el caos en que se va sumiendo la Nación lentamente. A estos, Cataluña les da tan igual como España, porque sólo se alimentan del caladero de la confrontación. Y es a estos a quienes el PSOE llama “el socio preferente”.
La izquierda -tanto la que diseña la estrategia, como los miles de adolescentes que se tragan sus patrañas sin ápice de crítica- se ha tomado esto como una oportunidad para zumbarle al gobierno del PP, como si tuviese algo que ver. ¡Que es España, canallas, lo que estáis incendiando! ¡Que es el Estado, gentuza, al que todos sostenemos y del que todos formamos parte, el que estáis dinamitando! ¡Que es la vaca cuyas ubres exprimís, ciegos, a la que estáis matando!
En medio de tanta traición, tanta estulticia, tanta felonía y tanta zafiedad, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Firmes, obedientes, callados. Impasibles ante el insulto y la provocación de la calle; silentes ante los navajazos de la izquierda; pacientes ante la contención inhumana a la que los someten. Leales, profesionales. Y juntos a ellos, cientos de miles de españoles anónimos, que salieron a despedirlos de sus cuarteles pidiendo que fuesen “a por ellos”, sí: a por los golpistas y a por los delincuentes, y en defensa de los catalanes que llevan tanto tiempo subyugados y olvidados. Cientos de miles que por toda la geografía nacional sacan sus banderas en domicilios, negocios, oficinas y coches. Esos cientos de miles, con distintas visiones y posturas, pero con una realidad común: hablar y construir desde y por lo que es de todos.
España vive a garrotazos, hasta que le arrebatan la bandera.
Esos son los que, saliendo a la calle o quedándose en casa, se iban el domingo a la cama con una sensación tan compartida como la bandera que sienten: qué pena; qué tristeza; cuánto dolor.
En Mayo de 1808, España había sido traicionada por sus políticos, por la Corona y por los altos mandos del ejército. Las instituciones del Estado se habían sometido al invasor francés, y se habían resignado a vivir como lacayos. Pero fue necesario sólo una chispa, para que el Pueblo, recordase quién es y de qué está hecho. Y el fraile se unió al capitán, el campesino al burgués, y el liberal al conservador, porque España vive a garrotazos, hasta que le arrebatan la bandera.
No sé qué pasará estos días, ni cuál será el titular que llene las portadas cuando estas letras se publiquen.
Pero sí sé que España estará a la altura. Siempre más que sus dirigentes. Muy por encima de sus traidores. Y volverá a ser libre.